Terry Gilliam expulsado del País de las Maravillas
               Por 
                Ana Rodríguez García
Por 
                Ana Rodríguez García
              El proceso 
para conseguir la financiación de un proyecto independiente resulta 
en ocasiones tan dificultoso que la aventura no termina cuando los productores 
por fin acceden a abrir la cartera, sino que continúa con la encarnizada 
batalla por conseguir que la película se distribuya adecuadamente.
A Terry Gilliam 
le ha costado dos años de su vida encontrar inversores para su última 
película, Tideland, y otros dos años conseguir que ésta pudiese 
ser proyectada en las salas de cine. Y es que desde hace unos años 
al ex-Monty Python le persigue la fama de ser un cineasta gafe 
sobre el que pesa una molesta maldición de proyectos frustrados. Muestra 
de ello es el sonoro batacazo en taquilla de Las aventuras del Barón 
Munchausen (1988) o la frustración a la que irremediablemente le condujo 
su adaptación del Quijote (The man who killed Don Quixote), 
trabajo inconcluso hasta la fecha que sirve de argumento en sí mismo 
para el documental Lost in la Mancha (2002). Una suerte de making 
off que narra las vicisitudes por las que pasó el accidentadísimo 
rodaje hasta que finalmente fue paralizado por tiempo indefinido. 
A pesar de 
ser un creador con un universo personal que destaca por méritos propios 
en el insulso panorama cinematográfico actual, a Gilliam nadie le ha 
puesto las cosas fáciles. Para poder rodar esta película antes tuvo 
que dirigir El secreto de los hermanos Grimm (2005), producto comercial 
al uso, sin más pretensiones que recaudar en taquilla una cantidad 
lo suficientemente grande como para permitirle trabajar a sus anchas 
en una idea tan arriesgada como la de Tideland. 
Particularmente 
interesado en la óptica fantástica de la realidad que presentan los 
niños, esos locos bajitos a los que considera sabios, Gilliam 
revisita el personaje de la Alicia en el País de las Maravillas 
de Lewis Carroll desde una perspectiva un tanto perturbadora. Para el 
papel de Jeliza-Rose, eligió a la jovencísima actriz canadiense Jodelle 
Ferland, una decisión de peso, teniendo en cuenta la constante presencia 
de la protagonista dentro del plano. Si bien su penetrante voz aguda 
puede acabar resultando desquiciante para el espectador que ha decidido 
voluntariamente distanciarse de la historia, reconozcamos que ella 
es la película, su interpretación es clave para la vinculación 
del espectador con el personaje. O para el rechazo, en el caso de aquellos 
a los que el complejo entramado de artificios que establece Gilliam 
no logre convencer.
Al fin y al 
cabo, es sólo una niña que sueña con una familia feliz en un contexto 
de soledad, muerte y personajes con algún tipo de enajenación mental. 
Porque los locos son también recurrentes en su filmografía, desde 
el personaje de Robin Williams de El rey pescador (1991) hasta el perturbado 
Brad Pitt de Doce monos (1995). En esta ocasión, la particular galería 
de los horrores está compuesta por unos excéntricos padres yonquis 
(breve aparición estelar de Jennifer Tilly y un excepcional Jeff Bridges 
en un papel que recuerda al del Nota Lebowski), por una aficionada a 
la taxidermia (en un homenaje manifiesto a Psicosis), y por su 
retrasado hermano, cómplice de las ensoñaciones de la protagonista. 
Sin olvidarnos de la inquietante colección de cabezas guillotinadas 
de cuatro Barbies, con rasgos de carácter en ocasiones mejor 
definidos que los del resto de personajes, quienes hacen las veces de 
interlocutoras de Jeliza-Rose en sus aventuras solitarias a través de las interminables 
praderas amarillas.
Sin duda, Jeliza-Rose 
es una superviviente, aunque ella misma no sé dé cuenta, ocupada como 
está en escapar de la realidad hostil que se cierne sobre ella para 
sumergirse en el mundo de fábula que su alter ego Gilliam construye 
a la medida de su desbordante imaginación. Y como ocurre con Alicia, 
la historia no terminará hasta que ella despierte de su sueño apocalíptico 
y abandone así el País de las Maravillas.
No apta para 
algunas audiencias biempensantes como las que, en su presentación en 
el festival de cine de San Sebastián, allá por Septiembre de 2005, 
resoplaban indignadas antes de salir de la sala de proyecciones dando 
un portazo. En cambio, en Sitges la acogida del público fue radicalmente 
diferente, puesto que en el contexto del género fantástico, aceptar 
los excesos tan propios de un cineasta como Terry Gilliam resulta algo 
natural.
Es poco probable que la propuesta 
de Tideland deje impasible a nadie, puesto que el propósito 
declarado de su autor es provocar, dar lugar a una reacción en la conciencia, 
en la sensibilidad del espectador.
 
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