Sexo y muerte
Por
Carlos Leal
Escucho a algún crítico de renombre decir que Match Point es una película de Woody Allen que no se parece a las películas de Woody Allen, y no salgo de mi asombro. Poco después me doy cuenta de que lo dice como un elogio, y mi asombro se transforma en estupor. Y es que Match Point no sólo es la película más importante que ha rodado Woody Allen en años, sino que destila como pocas la quintaesencia de su filmografía (a diferencia de otros títulos recientes como La maldición del escorpión de Jade o Un final ‘Made in Hollywood’, divertimentos más o menos logrados).
Apenas se araña la superficie de Match Point, las coincidencias comienzan a aflorar. Así, es fácil percibir en el retrato que Allen hace de las clases altas londinenses una versión estilizada de esa generación rich and spoiled neoyorkina que puebla comedias como Todos dicen ‘I love you’. O en el personaje de seductora misteriosa que interpreta Scarlett Johansson ecos de la Winona Ryder de Celebrity o de Christina Ricci en Todo lo demás. Incluso su percepción de Londres parece cortada a la medida de Nueva York: el South Bank en lugar del Village, los teatros del West End en lugar de Broadway, la galería Tate Modern en lugar del MOMA.
Así las cosas, quienes acusan a Woody Allen de rodar siempre la misma película tienen sobrados argumentos para echar tierra sobre este Match Point; sin apreciar que lo que hace del director de Manhattan uno de los realizadores más interesantes del cine contemporáneo es su capacidad de regresar una y otra vez sobre los mismos motivos, dándoles en cada paso una dimensión nueva e integrándolos dentro de un universo creativo complejo y rico.
Planea sobre Match Point uno de los conflictos esenciales de la filmografía de Woody Allen, que ya aparecía en la germinal Annie Hall: el arte como espacio generador de sentido frente a la irracionalidad de la vida. Tomando como punto de partida la novela de Fedor Dostoievski Crimen y castigo (no por casualidad es el libro de cabecera del protagonista de esta historia), Allen se embarca en un juego de reflejos y variaciones en el que las guías narrativas lógicas se quiebran una y otra vez bajo el peso del azar, fuerza motriz de un universo frío e indiferente. Y es en esta visión pesimista y profundamente amarga de la realidad donde Match Point enlaza con la que sin duda es su obra maestra, Delitos y faltas.
Mi amigo Manuel Ortega suele decir que los ochenta son sin duda la mejor década de Woody Allen, junto con los setenta y los noventa. Después de Melinda y Melinda y, sobre todo, después de Match Point, es inexcusable encontrar un hueco en su lacónica fórmula para este siglo que comienza. El señor Allen está en plena forma.
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