Quedarse en el camino

Por Ángel Rojo

Un viaje es algo más que un simple desplazamiento. Autores tan diferentes como Homero, Kerouac o Paul Bowles ya demostraron que no es lo mismo viajar que visitar, que es tan fácil añorar lo que se deja como vibrar por lo que vendrá, que hay viajes sin destino, retorno o incluso cambio de lugar y que un mal viaje no es sólo un camarote sin litera. Un héroe (o antihéroe) puesto a prueba por lo impredecible de una larga travesía tras la que nunca será el mismo, se llame Ulises, Dorothy o Willard, vaya en busca del Santo Grial, huyendo de su destino o a reencontrarse con un hermano al que hace décadas que no ve, casi siempre es garantía de un viaje alucinante para cualquier lector o espectador que esté dispuesto a pagar el billete correspondiente.

Por ello es comprensible sentirse algo decepcionado tras ver estos Diarios de motocicleta, un proyecto que a priori justificaba todo tipo de overbooking. No sólo porque el héroe en esta ocasión sea un personaje tan admirado y simbólico como el Che Guevara sino sobre todo porque su director Walter Salles ya había demostrado ser un excelente guía turístico en la estupenda (y también viajera) Estación central de Brasil. Quizás porque las expectativas eran muy grandes (y más aún después de Cannes donde los lamentos por su ausencia en el palmarés fueron notables) el film no logra emocionar (aunque lo pretenda, como queda bien claro en las numerosas despedidas al final del metraje) más allá de lo que uno sabe que ocurrió después de este viaje iniciático por Sudamérica de un médico de 23 años que llegaría a convertirse en uno de los mitos del siglo XX. Y eso obliga al espectador a añadir una información extratextual (que puede que tenga o no) con todos los riesgos que eso implica. Comentadas por una voz en off que reproduce las palabras del propio Che anotadas en sus Notas de viaje, las imágenes del film (sin duda bonitas e ilustrativas, pero también obvias) provocan la misma sensación que cuando nuestro vecino nos enseña el vídeo de sus vacaciones. Realmente debió ser una gran experiencia pero no puedes evitar verlo con cierta indiferencia.

Tampoco se produce la ansiada empatía hacia unos personajes que resultan sorprendentemente planos. Y es que a pesar de la voluntad del director y guionista por humanizar a su protagonista (¿acaso hacía falta humanizar un personaje como el Che?) hace falta algo más que un defecto físico como el asma para neutralizar el aura de superhombre íntegro y sin fisuras con el que finalmente se representa al personaje interpretado por Gael García Bernal. Y aún más chocante es el retrato de Alberto Granados (quien ha colaborado en la película), que no llega a ser más que el secundario gracioso de cualquier película estadounidense.

Queda la duda de si todo es debido a que un viaje al final es algo subjetivo y difícil (pero no imposible) de compartir. Con todo, pocas veces deberíamos arrepentirnos de viajar. Incluso si no fue lo que esperábamos. ¿Quién no se ha decepcionado al ver la torre Eiffel en persona y sin embargo piensa que París bien sigue valiendo una fiesta? Démosle ese voto de confianza a una película con demasiadas, pero al menos buenas, intenciones.

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