Estética del desencuentro, poética del perdón
Por
Juan Antonio Bermúdez
A Fatih Akin lo conocimos por Contra
la pared, un melodrama violento y valiente que dejaba traslucir
el ADN mixto, turco y alemán, de su director. Al otro lado
trenza sus raíces también en esa brecha transcultural. Aunque con
más sosiego, va y viene entre Hamburgo y Estambul sobre casualidades,
encuentros y, sobre todo, desencuentros. Y en ese tránsito, a veces
algo intrincado y a veces algo tramposo, crece hasta convertirse en
una de las mejores películas de lo que llevamos de siglo y hasta desembocar
en uno de los mejores finales de lo que llevamos de cine.
Para hacer creíble una historia tan
rocambolesca como la de Al otro lado no sólo es necesaria una
solvente ingeniería narrativa (o, lo que es lo mismo, un guión que
merezca un premio en Cannes) sino también una equilibrada administración
de la emotividad, llave maestra del melodrama. Lo sabía muy bien, por
ejemplo, Krzysztof Kieslowski, del que uno se acuerda bastante viendo
esta película.
La emoción y la verosimilitud discurren
aquí por varios cauces principales: una cámara discreta (el plano
cenital de Susanne en la habitación de su hotel es una de las formas
más respetuosas con las que el casi siempre insolente audiovisual contemporáneo
se ha interesado por el dolor), un ritmo contenido que sabe apurar sin
distraer; unos personajes soberbios definidos con mínimos rasgos y
unos actores audaces pero templados que se asoman al precipicio sin
caerse.
Hanna Schygulla, la que fuese musa de
Fassbinder, estremece la pantalla en cada plano suyo. Quien tuvo retuvo.
Pero ella sólo sostiene una pata del andamiaje interpretativo de este
filme de caracteres. Por encima está un espléndido Baki Davrak que
soporta mayor peso y la alargada sombra autobiográfica de Fatih Akin,
paisano y extranjero en su país y en el país de sus padres, intelectual
sin necesidad de patria al que las circunstancias lo arrastran y lo
comprometen. Y por debajo un puñado de personajes quizá con menos
líneas en el guión pero no menos decisivos.
Vidas (y muertes) cruzadas, recurrencia
del cine y de la literatura contemporáneos, se convierten aquí en
símbolos sobre los que se apunta una cierta idea de la identidad europea.
Sobre las cenizas mezcladas de las religiones, sobre los escombros de
los grandes metarrelatos ideológicos, es posible y es necesario levantar
un edificio habitable. Pero tiene que ser un edificio sin puertas ni
banderas. Y la poética que mejor puede cimentar esa liberadora arquitectura
de derribo es una poética del perdón.
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