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Malditos bastardos

Título

 Malditos bastardos

Título original
Inglourious Basterds
Dirección
Quentin Tarantino
Intérpretes
Brad Pitt
Mélanie Laurent
Christoph Waltz
Eli Roth
Michael Fassbender
Año
2009
Guión
Quentin Tarantino

 

Elogio de la desmesura

Por Carlos Leal

Tras revisitar la blaxploitation en Jackie Brown, las artes marciales en Kill Bill y el thriller setentero en Grindhouse: Death Proof, Quentin Tarantino prosigue incansable su indagación en las distintas vertientes de la serie B. En Malditos bastardos, le toca el turno al cine bélico, un género que hunde sus raíces en el Hollywood clásico y que fue objeto de una profunda revisión en los años 60, cuando películas como Doce del patíbulo, El desafío de las águilas o Los violentos de Kelly demostraron que es posible dar una aproximación lúdica a la Segunda Guerra Mundial.

En ellas y en el denominado macaroni combat, vertiente bélica del spaghetti western italiano, busca la inspiración Tarantino en este filme que toma su título de una película dirigida por Enzo G. Castellari en 1977. A lo largo de las más de dos horas y media del desaforado metraje se suceden en la pantalla citas y homenajes a dramas bélicos, westerns, clásicos del expresionismo alemán... y así hasta cincuenta películas distintas, de acuerdo con los datos del IMDb.

En todo caso, sería injusto acusar a Malditos bastardos de ser una película puramente referencial. La estrategia de Tarantino pasa por destilar su enciclopédica experiencia como espectador en un ejercicio de crítica creativa, que al tiempo revela con lucidez las esencias del género bélico y las trasciende, abriendo todo tipo de caminos inesperados.

El desarrollo de Malditos bastardos está guiado en todo momento por la búsqueda del placer cinematográfico. Destacan sobre el conjunto tres secuencias por su intensidad narrativa y la brillantez de su construcción: la apertura en la que se nos presenta al Sherlock Holmes de las SS Hans Landa (impagable Christoph Waltz); el mexican standoff en la cantina con los soldados alemanes borrachos; y, por supuesto, el grand finale en el que confluyen todas las líneas narrativas sembradas en las dos horas precedentes.

En su búsqueda de la emoción pura, Tarantino ofrece una película a todas luces desproporcionada, excesiva. Por el camino, se pasa por el forro la ortodoxia cinematográfica –algunos de los recursos expresivos son francamente chocantes–, la lógica narrativa –¿cómo demonios llega a tener un cine la pobre Shoshanna?–, la corrección política e incluso la coherencia histórica. La belleza no importa, la lógica no importa, la Historia no importa; sólo importa la emoción. Y es que, parafraseando a Benedetti, para Tarantino el cine es una cosa seria. Por favor, esto último no lo vayan contando por ahí.

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