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Grindhouse: Death Proof

Título

 Grindhouse: Death Proof

Título original
Death Proof
Dirección
Quentin Tarantino
Intérpretes
Kurt Russell
Zoe Bell
Rosario Dawson
Vanessa Ferlito
Sydney Tamiia Poitier
Año
2007
Guión
Quentin Tarantino

 

Cinefilia y otras desviaciones

Por Carlos Leal

Desde que en 1992 debutó con la brillante Reservoir Dogs hasta esta Death Proof, el cine de Quentin Tarantino ha experimentado un proceso de estilización progresiva. Con cada película, Tarantino se ha ido alejando más y más del modelo de cine narrativo clásico consagrado por Hollywood (esos tipos que afirman contra toda evidencia que Forrest Gump es mejor que Pulp Fiction) para levantar una filmografía arriesgada y fuertemente personal.

Death Proof es la película más valiente que ha rodado Quentin Tarantino hasta la fecha, la que menos concesiones hace a la platea. Todavía más que en Kill Bill, la narración queda reducida a su mínima expresión: sólo dos secuencias dramáticas (una fiesta en un tugurio mexicano y una interminable persecución automovilística) sustentan la mayor parte del metraje de una película que, en su versión independiente de Planet Terror, supera las dos horas de duración. No cabe duda de que Death Proof es la película más árida de la filmografía de Tarantino para el espectador no iniciado, la que abusa de una forma más evidente de los tiempos muertos, las conversaciones banales, los excesos estéticos de la acción y los caprichos y obsesiones personales del realizador, como su inseparable fetichismo por los pies femeninos.

Y es que, en Death Proof, el espectáculo está en otra parte. El espectáculo está, una vez más, en el diálogo con el cine de género (el terror grindhouse en esta ocasión), en el juego de reflejos y variaciones frente a los patrones preestablecidos. Al mismo tiempo que homenajea a sus clásicos favoritos de la serie B (desde Punto límite: cero hasta Faster, Pussycat, Kill, Kill!), Tarantino subvierte uno de los grandes tópicos del cine de terror contemporáneo, el que presenta a las mujeres como sujetos pasivos, meras comparsas a la espera de ser asesinadas por el psicópata de turno.

Las heroínas de Death Proof no son scream queens. De hecho, son lo opuesto a una scream queen: beben más alcohol, fuman más hierba y dicen más tacos que cualquier tío, y si alguien se mete con ellas, puede irse preparando. En el extremo opuesto está el especialista Mike, encarnación paródica del macho dominante venido a menos a la que saca un sorprendente partido un inspirado Kurt Russell.

Pero más allá del juego genérico al que Tarantino nos tiene habituados, sobrevuela Death Proof una visceral declaración de amor al cine artesanal, al cine hecho de verdad. Por eso ofrece un papel protagonista a dos especialistas como Monica Staggs y Zoe Bell, que por una vez se convierten reinas de la función. Además, Tarantino se viste de director de fotografía para devolvernos las imágenes sucias y los colores desvaídos de los cines de barrio, y salpica la película de marcas, ralladuras y empalmes inesperados. Al igual que el especialista Mike, Tarantino está harto de la asepsia de lo digital, y reclama un retorno a la realidad de la acción y a la materialidad del celuloide (por más que en las copias baratas siempre se pueda colar algún rollo en blanco y negro).

Sus detractores suelen acusar a Quentin Tarantino de construir juguetes huecos, de ser incapaz en su discurso de trascender lo puramente cinematográfico. Sin embargo, lo cierto es que en una época como la actual en la que tantos cineastas niegan tan alegremente la importancia de la forma, una película como Death Proof resulta casi una trasgresión.

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