Tren con destino a Wes Anderson
Por
Carlos Aguilar Sambricio
Darjeeling es el nuevo tren al universo Wes Anderson. Cineasta postmoderno de la extravagancia. Cerebral y distante diseccionador de las relaciones familiares. Su último trabajo es un nuevo desafío audiovisual, un documento que esta vez pone más el acento en el trasfondo de la historia que en la comicidad.
Los que apreciamos el cine de Wes Anderson disfrutamos con su apuesta de cine del absurdo a través de la comedia más sutil y calculadora, donde la particularidad de la escena y su interconexión con la realidad extrafílmica a la que hace referencia les dan a sus planos una extraña capacidad para causar hilaridad.
La gran paradoja de su cine es que, por un lado, parece alejado de la emoción humana y, por tanto, de la conexión con el espectador. Por otro lado, son notorios sus esfuerzos por indagar en las relaciones humanas. Es quizás su tendencia por un cierto regusto ‘cool’ condescendiente -con el que se le puede emparentar con, sobre todo, Sofia Coppola (no es casualidad su colaboración aquí con Roman Coppola y Jason Schwartzman)- la que hace su cine bastante gélido, e incluso irritante para el espectador que huye de la modernez.
Honestidad. Si el cine de Anderson es genuino o no es algo difícil de esclarecer. El reírse de la convención y establecer una barrera con el mundo hace complicada la identificación salvo para quien sienta lo mismo que el cineasta, cuya propuesta opinará que es real y sentida. ¿Y qué siente el cineasta? ¿Nada? Pues algo parecido. Su cine es uno estructurado en torno a la apatía, al adormecimiento existencial, a la disfunción de las emociones en una sociedad repleta de estímulos. Por tanto, su obra sólo puede ser atractiva para aquel que experimente una especie de confusión hacia la cultura y ‘lifestyle’ dominantes.
En Viaje a Darjeeling Anderson sacrifica el humor. A sus gags les falta fuerza como para resultar igual de graciosos que en otros trabajos anteriores. Aunque de ritmo irregular, resulta esta vez más compacto y su mensaje está mejor presentado por mucho que le falte brillantez al guión. Se ha dicho de ella que es más accesible pero, en general, seguirá gustando a sus seguidores y disgustando a sus detractores. Y probablemente de manera más suave en ambos casos.
Lo mejor de la película es su parodia del concepto de viaje espiritual. De esa ridícula mentalidad de limpieza interior típica del ciudadano acomodado del primer mundo. De ese turismo exótico que busca (hipócritamente) encontrarse a uno mismo. De los principios de autoayuda pseudoprofundos para alcanzar la paz interior.
La cinta nos ofrece, de nuevo, a una familia con el padre ausente. Entiendo que Anderson pretende unir este hecho con la idea de un mundo sin padre todopoderoso, sin Dios, de ahí toda la mofa respecto a lo sobrenatural y, en concreto, al orientalismo. A lo largo del metraje, el personaje de Owen Wilson, el mayor de los hermanos, no para de apelar a la confianza entre ellos, a eludir el secreto, reducir sus distancias y trabajar en comunión.
No con especial pericia, ése es el lazo que Anderson pretende hacernos llegar a su manera personal y estilizada. La familia como núcleo social sin rumbo ni patrón. Estrechada sólo en torno a sus afines frustraciones y a su común voluntad de dejar atrás el peso de sus cargas.
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