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Funny Games

Título

 Funny Games

Título original
Funny Games U.S.
Dirección
Michael Haneke
Intérpretes
Naomi Watts
Tim Roth
Michael Pitt
Brady Corbet
Devon Gearhart
Año
2007
Guión
Michael Haneke

 

Violencia imaginaria

Por Alicia Albares

Recuperando la historia que le permitió cosechar un éxito notable a nivel internacional en 1997, Haneke se atreve con su primera aventura en Hollywood. Y lo hace confiando plenamente en la vigencia de una obra que, ya hace diez años, demostró que la violencia, disfrazándose de invisible y jugando a la gratuidad, podía volver a alterar al espectador medio mucho más que aquella a la que ya estamos acostumbrados y que vemos a diario en televisión, en cine o en la vida. Por tanto, y sin temor a equivocarse, Haneke ha optado por reproducir íntegramente la película original, la que fue protagonizada por Ulrich Muhë, Susanne Lothar y Arno Frisch (tres interpretaciones difíciles de olvidar). El principal cambio lo encarna el relevo de sus actores, ahora americanos, que no están dispuestos a ser los segundones en las valoraciones: Tim Roth, Naomi Watts y Michael Pitt reviven unos personajes cuyo poder para alterar y empatizar sigue intacto y resulta extraordinario.

Todo lo demás (guión, diálogos, planificación, localizaciones) no ha cambiado en lo más mínimo. Estamos ante un remake atípico, porque más que una nueva versión, es un clon de su original. Las razones del nacimiento de una película así las desconocemos y pueden traer consigo dos resultados muy diferentes: un éxito similar al que logró la obra europea o un descalabro mayúsculo en la taquilla norteamericana, poco acostumbrada a películas nacidas en Europa, con su realización pausada, planos de inusitada longitud y un realismo descarnado en actitudes y reacciones. Haneke ofrece a Estados Unidos una pieza donde la violencia se imagina y es, por ello, infinitamente más efectiva. Configura, además, una soberbia herramienta crítica: empleando su misma medicina, el realizador germano pone de manifiesto que la violencia es mucho más que contenido adicional en cualquier historia actual de acción, aventuras o ciencia ficción. Demuestra que, lo que los filmes americanos introducen con simpleza y generosidad, tiene una trascendencia que estamos aprendiendo a ignorar cada vez con más frecuencia. Si ese ingrediente se descontextualiza y se envuelve de una frivolidad escalofriante, puede obtener su verdadera forma. Ya Kubrick se atrevió a reflexionar sobre ello en La naranja mecánica y en La chaqueta metálica y ahora Haneke lo recupera, en su peculiar y personalísimo homenaje (el aspecto de los dos jóvenes psicópatas habla por si mismo de sus referencias al maestro fallecido).

Por encima de las intenciones de Funny Games U.S y de lo que éstas puedan suponer en la acogida del filme, esta nueva obra de Haneke conserva todos los rasgos que convertían a la original en una película sublime. La presentación de la familia acosada vuelve a construir una empatía perfecta que luego será utilizada en perjuicio del espectador, mientras que el misterio macabro que rodea a los dos educados jóvenes que aparecen en la casa siembra la semilla de una inquietud que, sutilmente pero sin dar tregua, los convierte en personificación del mal. Pero no en cualquier mal, sino en la encarnación de la malicia desmedida hija de la más absoluta ataraxia. La intención de hacer daño por el simple hecho de disfrutar con él, sin móvil alguno, sólo estimulada por el aburrimiento y las ganas de llenar un vacío, es lo que consigue tejer los hilos del terror más puro, menos comprensible. Pero, a un tiempo, descubrimos con sorpresa que no nos resulta tan ajeno o increíble como puede parecer a simple vista: la realidad siempre es más tremenda que la ficción y, una vez más, la forma de comportarse de los asesinos nos recuerda peligrosamente a las torturas de los presos en Irak o al acoso escolar que tanto se ha incrementado en el mundo en estos últimos tiempos.

El impacto de este tratamiento tiene un gran apoyo en la mirada que fija Haneke: mientras que el dolor más extremo y la tortura psicológica son mostradas sin ningún corte (atentos a la longitud del plano secuencia, que va construyendo el encuadre definiendo el shock más intenso de los dos adultos), el morbo que podían haber alimentado los planos detalle se elimina, siendo generado por planos que cubren una acción secundaria (mientras que aquella que realmente nos importa sólo se sugiere, haciendo del fuera de campo un mecanismo perfecto para llegar al público).

Mediante la ruptura de las reglas del lenguaje cinematográfico, cualquier esperanza que el propio Haneke nos haya permitido albergar es destruida sin miramientos, dejando espacio sólo para la desolación y la tristeza. Y esa conversación final entre los dos jóvenes, en la que parecen reflexionar sobre la importancia de la ficción, se convierte en una elocuente declaración de intenciones de su director.

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