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Borrachera de poder

Título

 Borrachera de poder

Título original
L'ivresse du pouvoir
Dirección
Claude Chabrol
Intérpretes
Isabelle Huppert
François Berléand
Patrick Bruel
Marilyne Canto
Robin Renucci
Año
2006
Guión
Odile Barski
Claude Chabrol

 

Ocaso y descubrimiento

Por Alicia Albares

Parece un objetivo arriesgado querer abarcar en una misma película dos procesos tan complejos como son la búsqueda de un personaje hasta su definitiva realización personal y el desarrollo de una trama de fraude estatal bien hilada y definida que se componga de manera paralela y con sus mismas dimensiones. Conjurar ambas partes para que se fundan en una sola historia, logrando, con precisión y ritmo, que resulten verosímiles y atractivas para el espectador no es una tarea fácil. De hecho, para cualquier cineasta supondría todo un reto. Si un director como Claude Chabrol decide probar suerte, el resultado siempre merecerá la pena, de una manera u otra.

Porque, una vez más y salvando las distancias que marca el tiempo, estamos ante el Chabrol de siempre, pero decidido a hacer experimentos. No ha desaparecido el irónico observador de la burguesía francesa que tan bien disecciona sin perder por ello la ternura, ni tampoco el cómico sutil y corrosivo, sin piedad pero elegante, que arranca del público súbitas carcajadas en momentos inesperados. Sigue ahí, agazapado en cada momento de su película, gritando a voces en cada plano que su identidad como creador sigue intacta. Pero se esconde bien para no repetirse, para evitar el “más de lo mismo” propio de los descubridores de una fórmula que sólo ellos dominan. Así, se deja engullir por el poder que sus personajes adquieren, convirtiéndolos en conductores de una trama de escasos huecos pero de conjunto indefinido. Porque, para enlazar ambos planos diegéticos (personal y profesional, la mujer en relación con el delito fiscal que investiga), Chabrol opta por convertirlos en complementarios, en espejo y reflejo, estructura interesante, pero difícilmente aplicable. Tarde o temprano a lo largo del metraje, esa división tan marcada entre universos se hará patente y el público será subyugado, irremisiblemente, hacia uno u otro. Quizá sea este el mayor desequilibrio de esta película: tan sublime es la composición del personaje de Jeanne Charmant Killman, tan exquisita es la interpretación- transformación de Isabelle Huppert que se convierte en imán de la atención, dejando de lado las conexiones que unen a los corruptos, que son sumergidas tras un vaho de neblina, que parecen querer provocar desinterés. Lentamente, el peso de uno de los cuerpos de la ecuación inclina la balanza, y todo lo que podría poseer un carácter propio en la película acaba por ser prolongación y recurso para la otra: las conversaciones con los personajes afectados por el escándalo dejan de ser informativas para pasar a ser herramienta de desarrollo de la protagonista en cada una de sus facetas. Con cada mirada de ella a sus presas, vamos conociendo al tópico que parece encarnar, pero también lo descartamos rápidamente, en virtud de un personaje tan único y creíble como sólo puede ser una persona en la vida. Porque Jeanne Charmant no parece de celuloide: tanto amor le profesa su creador, tanta frescura le aporta su actriz que acaba siendo ventana hacia una realidad que rompe las fronteras.

Afirmar que esta desviación es voluntaria, que el motor y origen de todo lo que ha querido narrar Chabrol lo defiende Huppert y que el resto del argumento no es más que un refinado disfraz que queda desnaturalizado cuando la película se despoja de él y nos enseña su verdadero rostro es una opción que tampoco se puede descartar: quizá no sea un defecto sino una curiosa manera de convertir a la película en una muñeca rusa. No obstante, si se trata de un fallo no calculado, Chabrol puede presumir de haber salido airoso: lo que para cualquier cineasta habría sido un tropiezo notable para él se convierte en una obra de calidad. Aunque, lamentablemente, tal desnivel tiene unos costes de los que no puede librarle nadie: el apoyo del público. Implicado desde el principio con ambos polos, Chabrol nos conduce a ellos con dos formas de planificar distintas: sobria y clásica en lo profesional de la mujer-juez, en la agresiva y desafiante careta del personaje; que invade el cuadro en planos cortos sin pudor; tímida y observadora en la esfera de lo privado, donde se asoma a las habitaciones con suaves movimientos de cámara con los que nos convierte en “voyeurs” de una realidad que haremos, poco a poco, nuestra. Sin embargo, al ir dejando de lado la esfera de lo profesional, que acaba por ser amalgama de difícil comprensión, gran parte del metraje provoca hastío si nos interesa averiguar qué está ocurriendo. Sólo si lo contemplamos como difuso contexto que enmarca aún más la figura de su musa, podremos entender su presencia. Si queremos hacerlo mitad del todo y contemplarlo como tal, conseguiremos desconcertarnos y darnos por vencidos. Sólo Chabrol sabe el por qué de esta trampa. Error o decisión meditada, sea como sea, desemboca en la protagonista. Y ella será lo que acabe por hipnotizarnos y lo que, junto con la habilidad de su realizador, convierta una película menor en un curioso reto cinematográfico.

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