¿El melodrama is Biutiful?

Por Carlos A. Cabrera

Biutiful es una de esas películas que le dejan a uno con un sabor de boca extraño. ¿En qué sentido? En demasiados. Es una película con puntos absolutamente luminosos y con otros más oscuros. Me explico:

Por un lado, la puesta en escena del director Alejandro González Iñárritu es sencillamente magistral. Compagina excelentemente la efectividad y la sobriedad narrativa, con un estilo plástico y un interesante uso de imágenes simbólicas (como las polillas que se van acumulando en el techo del dormitorio del personaje principal a lo largo de la película). Además, la incorporación a la trama del elemento sobrenatural está hecha con tal sencillez y honestidad que es aceptada sin ningún tipo de reparo. La dirección de fotografía, firmada por Rodrigo Prieto, es formidable, apropiada a la historia que se narra, hermosa y sin efectismos. Lo mismo podría decirse de la dirección de arte y de la más que decente interpretación de todos sus actores, algunos primerizos en las lides cinematográficas, como la argentina Maricel Álvarez, formada sobre las tablas del teatro, y otros absolutamente debutantes como la inmigrante senegalesa Diaryatou Daff. El guión está magníficamente escrito y el entramado de personajes es verosímil y armonioso. Así mismo, las subtramas, como la de los cabecillas chinos del taller clandestino, están elegantemente tratadas y narradas de forma precisa.

Sin embargo, la interminable sucesión de desgracias que le suceden a su protagonista por momentos convierten una buena película en un melodrama que roza el tremendismo. Además, si bien es cierto que Javier Bardem hace un gran papel como personaje ambiguo que trapichea al margen de la ley y padre separado en apuros que intenta dejar sus cuentas en limpio, también es verdad que es el peso de toda la tragedia que se amontona sobre el maltrecho personaje lo que hace que empaticemos con él, más que la interpretación del actor. Además, las dos horas y veintiocho minutos de ver sufrir calamidades al pobre Bardem se quedan muy muy cerca de lo excesivo.

González Iñárritu ya nos había mostrado con gran pericia la cara amarga del mundo en sus anteriores filmes Amores Perros(2000), 21 Gramos (2003) o Babel (2006), por las que fue nominado a multitud de premios. Sin embargo, si en Babel eran los propios personajes —en gran medida— los causantes de sus propias tragedias, en Biutiful es un cúmulo de agentes externos lo que abate a sus personajes, y estos, como títeres descabezados, se mueven llevados por los hilos de enfermedades, accidentes y miserias varias de una realidad insoportable.

Además, parece que González Iñárritu intenta hacer con esta historia una reflexión sobre el miedo a la muerte y lo efímero de nuestra existencia, pero paralelamente elabora una metáfora de nuestra sociedad actual (¿moribunda?) y frontera desdibujada en la que se mezclan primer y tercer mundo. El espectro temático se hace tan amplio que el mensaje queda poco perfilado. Muchas voces señalan la ausencia de Guillermo Arriaga, su guionista habitual, como posible causa de esta fisura en un conjunto que podría ser glorioso y que se queda en agridulce.

Como conclusión, Biutiful es una película tan virtuosamente realizada, tan fantásticamente narrada y con tal fuerza emocional que le dan ganas a uno de levantarse y ponerse a aplaudir cuando aparecen los títulos de crédito al final de la proyección. Pero también es una película que le hace a uno preguntarse si la focalización del director en todo lo trágico de la vida no es también una trampa para llevar al espectador de la mano hacia lo sentimental y lacrimógeno.

Ésta es una película tremendamente desasosegante que no deja ninguna recompensa más allá de esta emoción y de la belleza de su puesta en escena. ¿Es esto suficiente? Que cada cual decida.

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