La inutilidad de los números
Por
Covadonga de la Cuesta
Ya fuera de
los límites de la pantalla, durante el camino de vuelta a casa tras
Los crímenes de Oxford (2008), uno permanece cavilando sobre la
gratuidad de ciertos elementos, sobre la excesiva deuda con el material
literario del que procede –incluso no habiendo leído la novela de
Guillermo Martínez- y sobre sus fatídicas consecuencias: un “filme
de misterio” cuyos misterios apenas nos involucran. Quizá tan sólo
la idea de los títulos de crédito es capaz de plasmar con ingenio
el tema de la intangibilidad y fugacidad de la verdad en lo real: una
pizarra móvil con infinitos números y signos, infinita.
Los crímenes
de Oxford queda sepultada bajo dos tipos de secuencias. En primer
lugar, bajo aquéllas concebidas únicamente para servir a las palabras,
secuencias por tanto más estáticas que las segundas -salvo por la
rapidez con la que se sucede el subtitulado en la parte inferior de
la pantalla- donde los protagonistas, un profesor y un alumno aventajado,
exhiben argumentos tratando de esclarecer las apariencias, hallar verdades,
destapar la realidad. Wittgenstein, Pitágoras, Parménides, Heisenberg…
invitados a una fiesta verborreica. Por otro lado, aquellas secuencias
en las que el diseño de producción quiere coronarse como rey de Oxford
y entonces las virguerías espectaculares de la cámara por estancias
o calles igualmente espectaculares monopolizan el primer plano. La secuencia
inicial anticipa como carta de presentación que la puesta en escena
tan sólo va a tener una función ilustradora, complementaria o enfática
de lo que las palabras nos están queriendo decir. Ese comienzo en el
campo de batalla solamente sirve de herramienta de apoyo para representar
con vehemencia una explicación del afamado profesor de lógica Arthur
Seldom. Hay otras tantas secuencias, más al final del filme, que buscan
a Hitchcock desesperadamente en unas escaleras y en una azotea mientras
se celebra un pomposo concierto con asistentes disfrazados. No dudamos
de lo costoso que habrá sido el diseño de producción ni del grueso
del presupuesto, pero el conjunto resulta inestable, frágil y anodino.
Qué decir de la secuencia de Watling en mandil y “en” spaghettis…
De la Iglesia
categoriza el filme como “thriller al estilo clásico”, pero
no acaba de coger el tren, ni un ritmo de marcha adecuado. Los crímenes
de Oxford acaba situándose más en el terreno del drama sentimental.
Al final, por encima de los enigmas y las series numéricas, prevalece
un excesivo peso trágico con una mujer enfrentada a su madre, a sí
misma y compungida por no atraer al género opuesto, por un padre que
hará todo lo posible porque su hija enferma obtenga un trasplante de
pulmones compatibles, por un grupo de niños deficientes a bordo de
un autobús en ruta, por una mariposa que acabará dándose cuenta de
que ha desencadenado todas las consecuencias.
El último
filme de Álex de la Iglesia, cuya personal, contundente y atractiva
huella resulta en esta segunda incursión internacional difícil de
rastrear, no sabe si confiar en las palabras o en las imágenes cuando
quizá hubiera sido más acertado seguir confiando en las palabras y
en las imágenes.
Comparte este texto: