Hogar, aburrido hogar
Por
Jesús Mesas Silva
Cuando a Woody Allen le preguntaron por las bases de la dramaturgia cinematográfica, el genio neoyorquino respondió con la siguiente historia: Érase una vez un padre feliz y una madre feliz que tenían dos hijos felices y un perrito también feliz. Un feliz día deciden hacer un viaje a la playa y todos son risas, jolgorio y felicidad…El espectador sólo se interesa por la trama cuando a la madre se la come un tiburón. Ahí comienza el drama. Y el problema de la nueva película de Sam Mendes es que no hay tiburones, ni peligros, ni el más mínimo asomo de conflicto. .
Un lugar donde quedarse supone un descanso narrativo en la notable filmografía de Sam Mendes. De apariencia televisiva y protagonizada por dos estrellas de la pequeña pantalla estadounidense como son Maya Rudolph (Saturday Night Live) y John Krasinski (The Office), la nueva obra del director inglés supone una última vuelta de tuerca al que sin duda es su tema fetiche: la familia y su disección como órgano principal del american way of life. Y si bien en anteriores películas se mostraba nostálgico (American Beauty) o desdeñoso (Revolutionary Road), su nueva cinta nos muestra a través del viaje espiritual de la pareja protagonista (y de sus infelices encuentros) la fragmentación y desaparición del concepto tradicional de la familia, para posicionarse finalmente por una recuperación de esos mismos valores y apostar por una formación del hogar basada en el amor y el respeto (con la ecología de telón de fondo). .
Y Sam Mendes defiende este panfleto como puede. Cineasta inteligente, utiliza la puesta en escena, la simbología cromática y algunos recursos visuales ya utilizados por maestros como Mike Nichols o Sidney Lumet, para intentar dar empaque cinematográfico a un libreto que hace aguas desde el final del primer acto. Escrito por Dave Eggers y Vendela Vida, el guión de Un lugar donde quedarse es repetitivo y aburrido, lleno de clichés y diálogos literales, que pierden la empatía del espectador al sustentar el pulso dramático en las aventuras de una pareja protagonista sin matices, demasiado perfecta y con un arco de transformación pobre y poco definido. La estructura episódica, que se plantea en términos de choque (el producido entre los personajes de Burt y Verona y las diferentes familias que se encuentran en el camino), se convierte más en una distracción que en una oportunidad de retrato antropológico.
En definitiva, la película, al no saber ir más allá del universo de freaks que nos plantea, fracasa estrepitosamente donde triunfaron otras cintas menos pretenciosas como Little Miss Sunshine o About Schmidt. Porque ya lo decía Woody Allen: el cine necesita tiburones… Y Un lugar donde quedarse solo tiene delfines.
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