Lenguaje diferente, entendimiento común

Por Carlos Aguilar Sambricio

Iñárritu rueda cada uno de los tres episodios de Babel de diferente manera, con un lenguaje cinematográfico distinto. Los une y entrelaza, esperando encontrar una perfecta comunión, un entendimiento en este mundo que, según él pinta, tanto dolor e incomprensión aúna. Más que por el de los choques culturales, la película discurre por el terreno de las barreras comunicativas en un plano más general.

Como era de prever, a tenor de lo visto en las otras dos muestras de la trilogía, Arriaga e Iñárritu montan un gran mosaico teñido de tragedia. Dicho mosaico ha tenido una estructura dispar en sus distintas manifestaciones. En Amores Perros, cada una de las unidades temáticas se sucedía una tras otra durante el tiempo de exposición del filme. En 21 gramos, las secuencias de cada trama se mezclaban e incluso, para añadir mayor complejidad, lo hacían sin atender a una linealidad temporal. En Babel, se ha optado por no alterar el orden del tiempo pero, a diferencia de su ópera prima, se ha vuelto a utilizar el montaje paralelo para unir los segmentos.

Abordar cualquier relato de esta manera ni me parece mejor ni peor a priori. Sin embargo, a veces el resultado es más o menos satisfactorio. Fragmentar de esa forma las historias conlleva el riesgo de derivar en un conjunto homogéneamente discutible. En Babel la única sección con la densidad tanto argumental como emocional para ser trasladada a largometraje es la que transcurre en Japón. Las otras dos son meras comparsas, por mucho que, al tratarse de una historia global, no desentonen del todo.

Quizás es debido a que veo más dotado a Iñárritu para contar historias de scope menos amplio y que cuando intenta abarcar un espacio mayor, su montaje inquieto lo acaba por estropear. Sólo cuando detiene la cámara soy capaz de sentir y reflexionar.

Así todo, afortunadamente Babel no cae en el pseudo-progresismo hipócrita en los términos de las relaciones interculturales. Habla de cómo sobreentendemos y prejuzgamos aquello que no conocemos pero creemos conocer y ofrece, a su vez, sentimientos de miedo, rechazo e ininteligibilidad más sinceros que los de la mayoría de los discursos bienintencionados.

Aunque se pueda hablar de irregularidad y banalidad, es cierto también que la resolución del filme es notable. Cierra las historias con tacto delicado, abusando, si acaso, de la estupenda banda sonora de Santaolalla. Ese sentimiento soterrado que se deja respirar libremente en ese brillante tramo final hace que toda la red de incomprensión que se monta a su alrededor valga la pena.

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