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Una imagen de Blade Runner

 Una imagen de Blade Runner

Blade Runner: El clásico incomprendido de Ridley Scott

El filme de ciencia-ficción celebra su 25 aniversario con un montaje definitivo, que se ha proyectado en la Mostra de Venecia

Alicia Albares

No hagas caso de aplausos o críticas. Limítate a seguir adelante. Si tienes suerte podrás hacer alguna obra importante que aguante el paso del tiempo. Cuando Ridley Scott afirmó esto, sin duda debía referirse a la gestación de su película más extraña, menos convencional y, sin duda, más valorada de toda su irregular carrera. Porque Blade Runner, a pesar de ser uno de los filmes que han generado más controversias debido a su montaje, es, sin duda, una de las únicas para las que tanta indecisión ha merecido la pena. Los problemas que sufrió durante el rodaje la convirtieron en una especie de filme maldito para su productora, la Warner. Lo que pareció un fiasco en taquilla (recaudó la mitad en salas de lo que en ella se había invertido), se convirtió en un éxito rotundo de ventas en el jovencísimo mercado del vídeo que en aquellos años empezaba a florecer. Fue éste, sin duda alguna, quien la elevó a la categoría de filme de culto…Nivel que consiguió alcanzar lentamente, con cada visionado, en un devenir pausado que ha ido descubriéndola en su verdadera esencia, como ocurre, siempre, con los clásicos menos usuales, más incomprendidos.

Porque la película de Ridley Scott no ofrece al espectador un plato jugoso que a simple vista puede agradar a quienes esperan encontrar la calidad en la superficie: se trata de una obra más compleja, que va desvelando su dimensión real a medida que consigue que vaguemos por su espacio diegético como si formásemos parte de él. No es un filme cuyo mérito resida en su argumento, inspirado de manera evidente en las historias propias del cine negro aunque clasificada dentro del género de la ciencia ficción, sino en lo exquisito de su construcción, tanto visual como atmosférica, concretada en la recreación de un planeta Tierra descolorido, pesimista, tan despersonalizado como los humanos que lo habitan. Esas ciudades enormes, en las que la única luz que parece llegar desde el cielo procede de los neones de las marcas comerciales, consiguen concretar en imágenes la metáfora visual que transmite la película, en una reflexión filosófica que, como no suele ser habitual, sólo precisa del guión como reiteración, pues el significado, la verdad que desea mostrarnos, se agazapa en el poder directo de la imagen. Y es esta capacidad la que impacta directamente en el subconsciente, convirtiendo a Blade Runner en un poema gráfico que no es fácil olvidar, imbuido de una tristeza, una ataraxia existencial global, que trascienden lo anecdótico de los giros de su historia para escribir una página certera en los futuribles contemplados por el cine desde el primer Mélies.

Muestra de ello la encontramos en el devenir de sus distintas versiones: tras el metraje estrenado en cines y debido a su tardío encumbramiento, la Warner optó por mostrar un nuevo montaje, calificado del director. No está claro si se trataba realmente de la película que le hubiera gustado estrenar a Scott (en la que desaparecía una voz en off ciertamente prescindible y donde se introducían algunos planos de otro gran clásico de su director, Legend), pero lo que si es cierto que los seguidores del filme podían disfrutar de un ambiguo final en el que se sugería la pertenencia de Deckard al grupo de Replicantes, lo cual parecía cambiar el mensaje que quiso defender la primera opción: los robots humanoides, en su artificialidad, demostraban ser más compasivos, sensibles (en definitiva, más humanos) que los propios humanos. Tal nueva sugerencia no supuso un revulsivo en la clasificación de la película: ni aumentó las pasiones que suscitaba ni la hizo descender de su pedestal. Está claro que este anclaje en los anales de la historia del cine se sustenta, por tanto, en algo que va más allá de lo anecdótico de sus recovecos argumentales: se cimenta en la grandiosidad de un mundo próximo cuidadosamente perfilado, una visión certera de lo que, en muy pocos años, puede convertirse nuestra humanidad. Y lo escalofriante de la propuesta de Scott proviene de las similitudes que encontramos en su película con nuestra propia sociedad en cada nueva revisión: hay una identificación profunda con los personajes, pero, sobre todo, con la tétrica neblina que envuelve las calles húmedas de un mundo donde apenas brilla la luz. Demasiado cercana a la evolución continúa de nuestra tecnología, al alejamiento progresivo que nos va separando, a un ritmo alarmante, de la naturaleza. Oscuro símil de una transformación de la que hoy, aunque procuremos ignorarla, somos conscientes más que nunca.

Al emprender esta película y defender su estética posmoderna, kafkiana y pesimista, Scott daba uno de los pasos más arriesgados en su filmografía. De dominio público son los enfrentamientos que sus decisiones provocaron con la productora, que buscaba un filme de ciencia ficción menos macabro, más cercano a las fábulas fantásticas inauguradas por La Guerra de las Galaxias que a un sórdido argumento del mejor cine policíaco. Nadie auguraba este éxito, pero Scott supo ignorar las recomendaciones, persiguiendo un universo muy personal (como no se le ha vuelto a conocer…al menos, no con tal rotundidad), en el que, por primera vez (y como después no se volvería a repetir en años), su esteticismo creado con la luz tenía un sentido y perfilaba un universo que parecía creado para ser iluminado así. Con Blade Runner, el autor que Scott llevaba dentro encontró la horma de su zapato. Seguiría obsequiando con películas notables, pero nunca volvería a rozar la esencia de lo cinematográfico: la capacidad para contar con una sola imagen la peor pero más certera de las previsiones sobre nuestro mundo en años venideros. En ella se esconde la verdadera filosofía de este clásico que será tan inmortal como el mundo lo permita.

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