Texto: José Manuel Serrano Cueto
Fotos: Archivo

 


 

 


Rafaela Aparicio

Mucho más que una chacha

El pasado 9 de junio se cumplieron seis años de la muerte de Rafaela Aparicio, una de nuestras más grandes actrices y una de las chachas, junto a Gracita Morales y Florinda Chico, más queridas del cine. Malagueña, marbellí para más señas, nacida en 1906, Rafaela Díaz Valiente, que éste era su verdadero nombre, se educó en colegios religiosos y a pesar de esto se acogió a una profesión profana, de gente liberal y de rojos por doquier, vilipendiada durante mucho tiempo por la Iglesia.

Gracias a su padre, que abandonó su profesión de piloto para convertirse en empresario de toros y de teatro, la joven Rafaela se introdujo en el mundo de la escena. Antes de debutar profesionalmente ejerció de maestra, ya que había estudiado Magisterio. Decidida a convertirse en actriz, pese a que su físico no iba con los cánones de estrella glamourosa, se instaló en Madrid y en 1933 se casó con el actor Erasmo Pascual. Así pues se involucra de lleno en la farándula y comienza a trabajar con éxito en el teatro hasta el final de sus días.

Rafaela Aparicio supo compaginar sus trabajos cinematográficos y teatrales, pero la popularidad y el cariño del público se lo ganó sin duda gracias al cine y la televisión. En este último medio la serie sesentera y setentera La casa de los Martínez la lanzó a la fama y todos los españoles -los que podían permitírselo, claro- querían tener una criada tan divertida como ella. Durante muchos años, sobre todo en los 60 y 70, se vio encasillada en el estereotipo de la criada cotilla, graciosa y maternal.

Aunque su debut en el cine se produjo en 1935 con Nobleza baturra, de Florían Rey, no volvió a él hasta unos diez años después con Al fin solos (1955) de Alejandro Perla, para ya no apartarse de las cámaras. Su figura inconfundible, bajita y rellenita, se paseó, además de algunas películas estupendas como Atraco a las tres (1962) de José María Forqué, por las innumerables "españoladas" que actualmente hacen las delicias de Parada y su Cine de Barrio.

Los directores más solicitados del género la requirieron: Mariano Ozores, Hoy como ayer (1966), En la red de mi canción (1971), Venta por pisos (1971), Dos chicas de revista (1972), La descarriada (1972), Manolo la nuit (1973), Tío, ¿de verdad que vienen de París? (1975), El apolítico (1977), Unos granujas decentes (1979), El primer divorcio (1981), Todos al suelo (1982), Cristóbal Colón de oficio descubridor (1982), La loca historia de los tres mosqueteros (1983), El Cid cabreador (1983), ¡Qué tía, la CIA! (1985) y Esto sí se hace (1987); Pedro Lazaga, Los chicos del Preu (1967), Sor Citroen (1967), Cómo sois las mujeres (1968), La chica de los anuncios (1968), Las secretarias (1968), Abuelo made in Spain (1968), El abominable hombre de la Costa del Sol (1969), Verano 70 (1969), Hay que educar a papá (1970), El padre de la criatura (1971), No firmes más letras, cielo (1971), Estoy hecho un chaval (1975) y Estimado señor juez (1978); y Ramón Torrado, Mi canción es para ti (1967), Con ella llegó el amor (1969), Amor a todo gas (1969) y Los caballeros del botón de ancla (1973).

Tan sólo Fernando Fernán Gómez supo aprovechar para un producto de enorme calidad las posibilidades de Rafaela Aparicio y gracias a él formó, junto a Jesús Franco, una esperpéntica pareja para la historia del cine. Fue en la excelente El extraño viaje (1964), con Aparicio en el papel de Paquita Vidal. La actriz ya había trabajado con anterioridad con Fernán Gomez en La vida por delante (1958), La vida alrededor (1959) y Sólo para hombres (1960) y después del buen resultado de El extraño viaje no deja de ser curioso que Fernán Gómez no volviera a dirigirla hasta 1989 en El mar y el tiempo (1989) donde interpreta a la inolvidable abuela, una vieja con un lenguaje endemoniado que le brindó un premio Goya, estatuilla que ya había conseguido a nivel honorífico en 1987.

Otros directores de prestigio también ofrecieron a Rafaela Aparicio la oportunidad de interpretar papeles dramáticos en películas interesantes como Ana y los lobos (1972) y Mamá cumple cien años (1979) de Carlos Saura; Duerme, duerme, mi amor (1974) y Padre nuestro (1985) de Francisco Rodríguez; Cambio de sexo (1976) de Vicente Aranda; El pico 2 (1984) de Eloy de la Iglesia; o El año de las luces (1986) de Fernando Trueba. Una de sus grandes interpretaciones fue para Víctor Erice en El sur (1983), de nuevo como criada, pero esta vez desde una perspectiva más humana, alejada del arquetipo que la hizo popular.

Rafaela Aparicio pudo demostrar en varias ocasiones que era mucho más que una chacha histriónica, que podía hacer drama con una naturalidad extraordinaria, e incluso llegó a cerrar su filmografía con un papel que la llevó directamente al paraíso: nada más y nada menos que Dios en ¡Oh, Cielos! (1994) de Ricardo Franco. Su última película. Dos años después falleció con 96 años una gran señora, una mujer entrañable y, vuelvo a reiterarlo, una de las más grandes actrices españolas que parió el ya extinto siglo XX.

   

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