Ficha técnica

 

 


Rebeldes de Shanghai

Jackie Chan vuelve a brillar

Por Pablo Vázquez

Los fans de Jackie Chan, curtidos en mil patadas desde los tiempos de El mono borracho en el ojo del tigre, estamos de enhorabuena. Contra todo pronóstico y pese a alguna nadería olvidable, su carrera norteamericana no parece ir a la deriva. De hecho, su simpatía lo ha conseguido aupar a una cumbre denegada a otros genuinos action-heroes yanquis, como Schwarzenegger o Stallone: convertirse en un galán de comedia querido por los niños sin dejar de repartir mamporros a discreción. Tras la efectiva pero trillada saga de Hora punta -pura fórmula de buddy movie policíaca servida con ritmo y verborrea-, el primer Shangai Kid devolvió a su carrera la magia e ingenuidad de sus grandes clásicos chinos, mezcladas con la gran tradición norteamericana, tanto humorística como aventurera.

Esta segunda parte, en la que repite la pareja protagonista con el mismo nivel de compenetración y química, no desmerece (e incluso supera por momentos) el nada desdeñable nivel de su predecesora, digeriéndose con la ligereza de un arroz tres delicias y el justito sentido de la maravilla de una galleta de la fortuna. Sustituyendo el viejo oeste por una Inglaterra de tebeo en la que confluyen con descaro ni más ni menos que Jack el destripador, Arthur Conan Doyle y Charles Chaplin, los dos rebeldes cumplen los sueños del fan ofreciendo un vigoroso, festivo e impecable entretenimiento, la genuina película de aventuras de toda la vida. Vale, con todos los tópicos y recursos que una pueda imaginar en menos de treinta segundos (malo de opereta, historia de amor, rivalidades coleguiles, chistes malos), pero vitaminado por todas las especias que pedimos los ya partidarios. En primer lugar, unas impresionantes peleas coreografiadas por Jackie, cimas del slapstick más macarra y marcial, marca de la casa. Un ritmo infatigable, no siempre logrado en el cine de Chan, que arrastra continuamente al respetable imponiéndole el alma de un crío apasionado. Por supuesto, como en toda aventura alada que se precie, el humor y la acción flirtean constantemente como Wilson con sus prostitutas, rememorando el espíritu de películas como El temible burlón y elevando sus gags y piruetas a un nivel (no sólo técnico) que su director, Robert Siodmack, no pudo ni imaginar en su momento. Y claro, que nunca falten (falsas) tomas falsas con música de The Who mientras vemos a Chan fallando su patadas y comiendo suelo una y otra vez.

Y sí, también hay sorpresas. Un par de escenas puntuales que nos recuerdan que el entretenimiento no tiene porque ser rutinario ni adocenado (el impagable número de Chan imitando a Gene Kelly y la torpeda guerra de almohadas en el burdel) y una defensa a brazo partido del sexo pagado, tan propio del western, que remite tanto al Stanley Donen de El club social de Cheyenne como al humor de Burt Kennedy o Andrew V. McLaghen. No me olvido tampoco del espídico y vertiginoso clímax, que culmina la montaña de referencias británicas (¿un Alan Moore chicle?), con un impresionante guiño al remake de 39 escalones, a golpes en el interior del Big Ben.

En fin, que un chaval de ocho años dando patadas al vuelo tras la proyección me hizo constatar la necesidad de este tipo de nobles macarradas, cada vez más extrañas en el cine reciente. De pillarla a esa edad, a buen seguro que hubiera intentado tumbar la primera señal de tráfico con un revés de pierna, y al día siguiente empapelaría la habitación con un póster de Chan y el carota de Wilson. Disfrutarla ahora es lo más parecido a recuperar ese sentido de la aventura. ¡Y que no falten las palomitas!

 

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