Ficha técnica

 

 


El florido pensil

Memorias del subdesarrollo

Por Manuel Ortega

Andrés Sopeña Monsalve (profesor de derecho internacional privado de la Universidad de Granada) publicó allá por el 1994 un libro titulado El florido pensil, donde con gran sentido crítico, pero también del humor, nos ofrecía una catálogo de los elementos que el régimen franquista utilizó para llevar al nacional-catolicismo a la escuela para que posteriormente saliera renovado a la calle. El grupo teatral vasco Tanttaka teatroa lo convirtió en escénico consiguiendo una entretenida y muy fiel conversión a lo narrativo de un texto eminentemente documental.

Juan José Porto, paisano y coetáneo de Sopeña, regresa tras cinco años a las pantallas (siete años tras la realización), tras la muy desafortunada, tanto artística como comercialmente, La hermana, dispuesto a resarcirse y a conquistar taquillas y corazones nostálgicos con esta adaptación cojitranca en su traslación fílmica e impávida ante los componentes fílmicos que ha de utilizar. Porto, habitual colaborador de Que grande era (¿es?) el cine, demuestra cierto anquilosamiento en su idea cinematográfica, resumida plenamente en un secuencia en la que la cámara imita a un águila (¿se convierte en gaviota?) como si fuera el acabose de la modernidad o la belleza.

En lo referente a la estructura también vemos cierta ranciedad en la utilización de una voz en off omnisciente y que parece sacada de Historias de la radio, magnífica pero vetusta y sobrepasada obra del primo de Primo, José Luis Sáenz de Heredia, director de Raza. Esto me parece representativo y ciertamente paradójico.

El florido pensil está protagonizada por el pequeño Sopeña que junto a sus diferentes amigos del colegio (bien interpretados por unos niños muy bien escogidos) vive mil correrías al mismo tiempo que es educado (es un decir) en la creencia de que el catecismo con sangre entra. Preguntas metafísicas, confusiones, olvidos y chistes simpáticos van apareciendo mientras que la regla enrojece las manos de los niños menos conformistas con la interpretación de lo aprendido (el colegio no era mixto, así que ahórrense malintencionadas interpretaciones).

Unos niños arquetípicos que representan la torpeza, el silencio, el trato de favor hacia cierto sectores, la ignorancia o la extrañeza de una sociedad reflejada de manera metonímica en los que empiezan a recibir la doctrina, los que comienzan el viaje iniciático por las normas ridículas, marcianas, risibles (ahora con la distancia y aparentemente fuera de peligro) que cimentaron nuestro propio subdesarrollo como país. Sólo hay que mirar a nuestro alrededor con los ojos limpios de legañas y legajos folcloristas para ver cómo en fechas como estas nuestro país nos retrotrae irremisiblemente al tercermundismo más orgulloso de serlo.

Afortunadamente de escaso metraje, la última película de Juan José Porto demuestra sus carencias como narrador y su falta de originalidad en la puesta en escena. Todo huele a ya visto, todo da la sensación inmóvil y decimonónica de lo teatral, todo parece de cartón piedra incluido los diálogos facilones y autosuficientes (se lleva la palma la anticinematográfica parrafada de Antonio Gamero sobre la libertad), todo es una crítica al franquismo y a su esqueleto educacional, a su estructura semiótica desde una postura, a la hora de plantear el mensaje y a la hora de darlo, deudora de ese mismo patrón.

 

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