Por
Alejandro del Pino
La clave del éxito de un acto terrorista
no es tanto su poder de destrucción como su capacidad
de impactar y desconcertar a la sociedad que lo sufre hasta
el punto de crear un estado de excepcionalidad que provoca la
suspensión de las actividades (y libertades) cotidianas.
En su primer largometraje como director, John Malkovich nos
muestra su mirada desconcertada ante las contundentes acciones
de un grupo terrorista que justifica sus actos citando a Mao,
la Biblia y Kant, mientras envía mensajes cifrados a
través de fuegos artificiales o carteles escritos con
sangre que cuelgan del cuello de perros degollados.
Pero
más allá del impacto de esas imágenes,
lo que hace interesante el punto de partida de Pasos de baile
es su intención de trascender la indagación epidérmica
del horror terrorista, desenmascarando también las miserias
económicas y políticas que lo generan (aunque
quizás con cierta falta de precisión y de hondura
analítica). Todo ello desde una sugerente perspectiva
narrativa que fusiona los códigos propios del thriller
político con un planteamiento fílmico introspectivo
e intimista que contiene escenas de gran belleza y sobrecogedora
intensidad lírica.
Basada en una novela de Nicholas Shakespeare
(que se ha encargado personalmente de la adaptación del
guión) y producida por Andrés Vicente Gómez,
Pasos de baile narra en clave de thriller la búsqueda
y captura de un líder revolucionario (o según
la terminología oficial, un peligroso terrorista) por
parte de un policía atrapado entre sus convicciones morales
y la necesidad de sacar adelante a su familia y ayudar a la
gente que quiere.
Aunque no hay referencias explícitas,
Pasos de baile se inspira en el siniestro y convulso
Perú gobernado por Fujimori, una sociedad marcada por
la corrupción oficial y el implacable y cruel Modus
Operandi del grupo terrorista Sendero Luminoso. De hecho,
resulta bastante absurdo y contraproducente que Malkovich eluda
las referencias concretas y ambiente todo la trama en un difuso
país latinoamericano, llegando incluso a renombrar a
personajes reales muy reconocibles (Calderón por Montesinos,
Ezequiel por Abimael Guzmán) y a reconstruir (a modo
de ficción, pero con todo lujo de detalles) hechos históricos
que permanecen muy vivos en la memoria colectiva.
Malkovich
ha realizado un filme hermoso y turbador que integra con sorprendente
fluidez una bella y sutil historia de amor en una ambigua trama
política resuelta con gran sentido del ritmo y de la
tensión cinematográfica. Así, la enrevesada
intriga policiaca en la que se ve envuelto el agente Agustín
Rejas (Javier Bardem) se enriquece y humaniza por la sensibilidad
con la que Malkovich muestra la profunda confusión vital
que atraviesa el personaje protagonista, colocándonos
en su pellejo para que miremos, entre aturdidos y horrorizados,
el mundo que nos rodea. Sin embargo, en su debut como director
el actor estadounidense no ha logrado redondear un trabajo que,
aunque tiene bastantes hallazgos visuales y narrativos, flojea
en muchos momentos por su falta de trasparencia argumental y
por su tosquedad en la resolución de la intriga política
(especialmente en su tramo final, demasiado forzado) que hace
que la historia de amor entre Barden y Laura Morante pierda
solidez y credibilidad.
Uno de los principales atractivos del filme
es su reparto internacional, en el que brillan con especial
frescura la pareja protagonista. Entre Javier Bardem y Laura
Morante surge una poderosa conexión interpretativa que
alcanza momentos de gran sutileza poética e intensidad
dramática. También es reseñable la actuación
de Juan Diego Botto, que le saca mucho partido a un personaje
muy poco definido, así como la sugerente y emotiva banda
sonora que ha compuesto Alberto Iglesias.
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