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                Por 
                José Antonio Díaz 
               Aunque con una filmografía irregular llena de 
                todo tipo de éxitos interesados, Michael Douglas ha solido participar 
                en los últimos años en productos relativamente arriesgados, siquiera 
                argumentalmente, a lo que ha unido su indudable carisma y presencia 
                de actor que está por encima de mejores o peores interpretaciones, 
                al modo de las grandes estrellas clásicas que sólo con un gesto 
                llenan por sí solos la pantalla.  
               Y 
                Ni una palabra, su última película, como el de otras grandes 
                estrellas estadounidenses, no requiere que esté nominalmente al 
                mando detrás de la cámara, porque es un producto levantado (originalmente 
                o no) en torno a su figura, que naturalmente incorpora el papel 
                protagonista absoluto de una cinta en la que el director no es 
                más que una pieza intercambiable al servicio de su presencia. 
               
              Sin embargo, el habitual sabor comercial de los 
                proyectos en que participa no se ve acompañado y compensado ahora 
                ni por esa relativa radicalidad argumental, ni por ese tratamiento 
                agresivo a temas de rabiosa actualidad o indudable polémica frecuente 
                en otras de las películas en que ha intervenido.  
              La idea detrás de Ni una palabra es tan 
                simple y convencional y, al mismo tiempo, eficaz como una cuenta 
                atrás, dentro de cuyo plazo, planteado deliberadamente escaso, 
                el psiquiatra que interpreta Douglas tiene que conseguir de una 
                paciente aparentemente peligrosa y de oscuro pasado un número 
                de significado desconocido para él y decírselo a los secuestradores 
                de su hija antes de que cumplan el chantaje a que le han sometido 
                y la maten.  
              Para que un planteamiento de tal naturaleza funcione 
                requiere tanto de credibilidad en la explicación de las circunstancias 
                que llevan a alguien (los secuestradores) a poner en marcha un 
                mecanismo tan extremo y desesperado, como un ritmo frenético y, 
                sobre todo, sostenido a lo largo de un metraje que tiene que dejar 
                la impresión de estar desarrollándose casi en tiempo real. Esperar 
                lo primero es, en lo que al cine de Hollywood se refiere, una 
                absoluta ingenuidad, y Ni una palabra confirma el escepticismo 
                que suelen merecer las tramas increíbles a fuerza de arbitrarias 
                y descontextualizadas (cualquier cosa puede pasar porque no hay 
                una construcción de ambiente mínimamente rigurosa). En esta cinta, 
                además, la tendencia se agrava, toda vez que sólo se ofrecen unos 
                insuficientes y confusos apuntes al principio y una explicación 
                casi a posteriori, apelotonada en forma de flash backs, 
                cuando ya da igual porque casi todo el pescado está vendido, en 
                lugar de repartirla dosificándola a lo largo de todo el metraje. 
               
              En cuanto a lo segundo, cine exageradamente comercial 
                como éste no debería justificar en principio parecidos prejuicios, 
                puesto que pueden encontrarse monumentos al ritmo frenético y 
                sostenido en dicha cinematografía sin rebuscar demasiado (Speed 
                o la reciente Training day). Pero Ni una palabra 
                también echa por tierra pronto esta más fundada expectativa 
                desde poco después del mismo comienzo, y agrava la morosidad relativa 
                de una película en forma de cuenta atrás como ésta al incluir 
                innecesariamente una subtrama que sigue los pasos de una policía 
                que investiga en paralelo algunos hechos relacionados con el origen 
                de la historia principal y que no conduce finalmente a nada que 
                no acabe averiguando el propio psiquiatra.  
              Y por si había alguna duda, Ni una palabra 
                confirma la justificación de otro prejuicio existente contra 
                el cine de acción adocenado de los grandes estudios, al caer de 
                nuevo en el típico desenlace alargado e increíble de esos en que 
                el resultado de todo un engranaje de circunstancias y personajes 
                acaba dependiendo de la posesión de una pistola que inopinadamente 
                cambia de mano según la mayor o menor inocencia del portador de 
                turno hasta que milagrosamente cae en poder del bueno, quien solo 
                o con la ayuda de la policía, por fin consigue hacerla valer. 
               
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