Ficha técnica

 

 


No somos nadie

Vida y milagros de San Mollà denunciador

Por Javier Pulido Samper

A tenor de lo visto en No somos nadie, mala solución tiene el asunto de la telebasura, si los dardos que se disparan contra ella son a la postre tan inocentes como los lanzados por Mollà. Es el problema de las pataletas y rabietas, cuando más fuerte sea el llanto más captarás la atención, pero al poco tiempo nadie recordará porque lloraste. El caso es que Jordi Mollà, tan visionario y pontificador como un Pedro Ruiz in acid, parte de la idea de construir una fábula sobre los peligros de la fama mediática, que encumbra a lo peor de cada casa y lo reviste de nuevo Mesias.

Jordi MollaLa idea no es nueva, desde Mankiewicz hasta Allen o Mamet han reflexionado sobre la podredumbre del mundo del espectáculo y la pasividad de la audiencia. Mollà, en las antípodas de los ejemplos citados, prefiere vomitar sin haber digerido bien una crítica despiadada y visceral que no deja títere con cabeza, y es que el actor catalán demuestra estar harto cabreado con los medios de comunicación y su audiencia, con la religión y con todo lo que se mueva, y quiere hacer ver la Luz al resto de la humanidad. Carga tanto las tintas que su mensaje acaba resultando inocuo, y de tan pretendidamente radical acaba cayendo en obviedades sonrojantes, como en la elección de los nombres de los personajes, de resonancias bíblicas.

El tono elegido por Mollá, decididamente negro negrísimo, sin ninguna concesión a tonalidades más amables, le emparenta con un tipo de producciones que flaco favor le hacen. Pienso en la primera media hora de proyección, cercana a la sobrevalorada El día de la Bestia o a los dos excrementos fílmicos servidos por el amiguete Santiago Segura y su Torrente, que buscan el enriquecimiento personal a base de la mofa de personajes de esa España Negra que ellos mismos dicen detestar.

En No somos nadie se olvida que en la retina y la memoria impacta más la sugerencia, lo leído entre líneas, que lo deliberadamente explícito, y que no es mejor profeta el que grita más alto sus verdades. De este circo mediático creado por San Mollà, ya se trate de los responsables de las programaciones, sus protagonistas, la misma audiencia, se sale indemne... y aburrido. Y todo ello después de un rodaje al que se le ha dado demasiado bombo y del que se esperaba bastante más.

Esta tragicomedia busca el esperpento de Valle-Inclán y finalmente se queda en un episodio de "Manos a la obra" dirigido por un Guédiguian en horas bajas, ínfulas de autor para un contenido mediocre. Y es que, detrás del mensaje con pólvora mojada de No somos nadie, no existe un contenido consistente que respalde el bombardeo de imágenes y mala baba. A Mollà, que acaba siendo tan demiurgo como él mismo condena, le faltan hechuras para robustecer la trama, para imprimir un ritmo adecuado o saber mantener el interés de una película que acaba dejando indiferente, tal es el empacho que produce. Ni el previsible, aburrido y prescindible guión co-firmado por el mismo Mollá, ni su dirección pulcra y funcional consiguen salvar del desastre a No somos nadie, y ello pese a que una espléndida Candela Peña borde su papel de femme fatale, o se rescate (merecidamente) a una estupenda Florinda Chico. Mollà, magnífico actor y aceptable director de los cortometrajes "No me importaría irme contigo" y "Walter Peralta", nos quiere hacer testigos de sus revelaciones divinas y fracasa estrepitosamente, por subestimar a la audiencia y por una soberbia que, a tenor de lo visto, no se acompaña de los resultados pertinentes.

 

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