| Por Juan 
                Antonio Bermúdez  Más allá del cine con niños y del 
                cine para niños, la cámara se ha adaptado a menudo a la estatura 
                de la infancia para retratar el mundo de los adultos con esa mirada 
                perpleja. Casi podría hablarse así de un género, que François 
                Truffaut interpretó tal vez mejor que nadie, pero que antes y 
                después del maestro francés ha proporcionado una considerable 
                ristra de películas muy dignas.   Entre 
                ellas hay que situar ahora a Liam, filme en el que Stephen 
                Frears ha elaborado una bella y oportuna parábola sobre el surgimiento 
                del fascismo en tiempos de depresión económica, a partir de la 
                historia de una humilde familia del Liverpool de entreguerras, 
                un turbado contexto en el que cohabitan ingleses, irlandeses y 
                judíos.
 Todo se presenta ante los ojos 
                del espectador con la idéntica imprevisible frescura con la que 
                todo sucede por primera vez ante los ojos de Liam, el más pequeño 
                de la familia. Y ahí se tensa la fuerza del filme, sobre la sorprendente 
                intuición interpretativa de Anthony Borrows, al que acompañamos, 
                contagiados por el asombro de sus siete años, en el ejercicio 
                de abrir puertas a la vida. Detrás, irán apareciendo el deseo, 
                el horror, la xenofobia, la culpa y todo esa amalgama de pequeños 
                engaños y desengaños que identificamos con la compleja, inexplicable 
                e indescifrable vida de los adultos.  Su cómplice en esta excursión desde 
                la suave inocencia a la áspera realidad, la adolescente Megan 
                Burns, borda un excelente papel de hermana mayor que va adquiriendo 
                emoción y matices a medida que avanza la película. Le valió a 
                la joven actriz la Copa Volpi a la mejor interpretación femenina 
                en el último Festival de Venecia.  El director Stephen Frears contribuyó 
                en los años 80 al resurgir del cine británico con destacadas películas 
                como Mi hermosa lavandería (1985) o Sammy y Rosie se 
                lo montan (1987) y alcanzó luego la gloria internacional con 
                Las amistades peligrosas (1989) y Los timadores 
                (1990).  Excepto en el caso de estos dos 
                superéxitos y pese a su frecuente coqueteo posterior con el oro 
                de Hollywood, sus mejores resultados, de crítica e incluso de 
                público, se los han proporcionado sus reencuentros con los argumentos 
                y la gente que le preocupa, protagonistas de filmes menos ambiciosos 
                rodados en Irlanda o Gran Bretaña como Café irlandés o 
                La camioneta.  Ahora, gracias a su alianza con 
                el prestigioso guionista Jimmy McGovern para llevar al cine este 
                antiguo proyecto televisivo, Frears ha conseguido coronar en Liam 
                la que es sin duda una de las cumbres de su carrera. Maestro sin 
                alardes, le ha salido una película sincera y directa, muy recomendable. 
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