Ficha técnica


 


Lejos del cielo

Una ventana abierta a los 50

Por David Montero

Moore y Quaid en un momento del filmeResulta sorprendente la capacidad con la que el ser humano se habitúa a una existencia que no ha elegido para sí. Desde la infancia, los que nos rodean prefiguran un camino para nosotros, empedrado con sus propios deseos y aspiraciones: un recorrido que se debe abandonar a tiempo para evitar caer en una existencia alternativa y ajena. Muchos optan por bajar los brazos y se abandonan dócilmente a la vida que les han diseñado, de forma sumisa y casi inconsciente. En ese caso, si no se violentan las normas, la comunidad logra formar un círculo cerrado, todos se aprietan las manos, y se elevan, embriagados con la sencilla perfección que han construido, saboreando en cada miembro de la cadena una plenitud común de la que íntimamente no disfrutan, porque, a la larga, los propios deseos aparecen, persistentes e inevitables, con la fuerza de una revelación. El reverso de esta opresiva felicidad resulta terrible: el ostracismo, la rabia con la que se rechaza a quien se atreve a abandonar el círculo es mucho más cruel que la que se guarda al que nunca entró en el juego.

La validez de este mecanismo es universal, sin embargo ciertas épocas y ciertos lugares han resultado casi un paradigma de este cruel juego de inclusión-exclusión, bien desde el punto de vista político (la horrible uniformidad del totalitarismo y sus purgas o la ideología única de nuestros días) o bien desde el ámbito de lo social, a través de un intenso sentido de lo que define una comunidad y sus normas de comportamiento. En este sentido, pocos entornos han resultado tan opresivos como los años cincuenta en las ciudades de Estados Unidos, con distintos grupos sociales encerrados en sí mismos, hostiles y obstinados ante cualquier cambio, exhibiendo una perenne querencia hacia el statu quo. Esos años y esa sociedad son los auténticos protagonistas de Lejos del cielo, una fábula rota, un pastel de tres pisos vacío, a través del que Todd Haynes rinde homenaje al cineasta que mejor captó el sentido de aquellos años, su culpable superficialidad: el director de origen alemán, desterrado del nazismo, Douglas Sirk.

Al igual que hiciese Sirk en los cincuenta, aunque con unos planteamientos argumentales más arriesgados (más reales) Haynes ha construido un melodrama clásico en el que la fecha de realización es una mera anécdota. Lejos del cielo es la historia de Cathy y Frank Whitaker, un matrimonio plenamente integrado en la sociedad de la pequeña ciudad norteamericana de Halford. Todo parece perfecto en la vida de los Whitaker, sin embargo, de forma culpable y torturada, Frank comienza a explorar sus inclinaciones homosexuales, rechazando abiertamente a una mujer que nunca le interesó más que como justificación social de su hombría. Por otro lado, Cathy entabla una sincera amistad con su nuevo jardinero de color, lo que conlleva todo tipo de trastornos entre sus amigas, que censuran su comportamiento. Pero, sin comprender muy bien por qué, por encima incluso de su propia felicidad, ambos se ven inclinados a mantener las apariencias a pesar del desprecio social al que se ven sometidos.

Julianne Moore junto a Dennis HaysbertLa principal virtud del filme de Haynes es, tal y como ocurre en los melodramas de Douglas Sirk, su capacidad para evocar estados de ánimo al límite, situaciones arrebatadoras y profundamente emocionales, que encuentran su contrapunto en un entorno social determinado por la contención y la hipocresía. Es un doble lenguaje, una dialéctica entre las ansias de vivir y las amortajadas normas sociales de la época, de la que ya se valió el propio Sirk en los cincuenta y que ahora vuelve a utilizar Haynes, aún pudiendo tratar temas como la homosexualidad o las relaciones interraciales en otros términos muy distintos. La pericia del realizador de Velvet Goldmine para reproducir esa dualidad exactamente de la misma forma en la que Sirk lo hizo en películas como Solo el cielo lo sabe o Imitación a la vida convierte a Lejos del cielo en un más que meritorio homenaje cinematográfico.

La esencia de ese doble camino se concentra en el reto interpretativo que afronta Julianne Moore, encargada de reflejar tanta contradicción en la historia de una mujer expulsada de su paraíso de clase media. Cathy Whitaker es al tiempo apasionada y serena, arriesgada y conservadora, honesta e hipócrita a partes iguales, atraída por la vida y asustada ante lo que ésta pueda depararle, un reflejo de su tiempo que Moore ha sabido captar hasta el más mínimo detalle, poniendo en pie un personaje lleno de matices, capaz de condensar sentimientos en una mirada, en un sencillo gesto o en una inocente caricia. Junto a ella ni Dennis Quaid ni Dennis Haysbert pierden el tono, aunque para encontrar la réplica exacta a la interpretación de Moore hay que fijarse en el breve papel de su amiga Eleanor, a la que da vida de forma magistral Patricia Clarkson.

Además de la magnífica interpretación de Julianne Moore, la película destaca tanto por la fotografía de Edward Lachman, que reproduce a la perfección el exuberante estilo de los años cincuenta, pleno de luz y colores, como por la música de Elmer Bernstein. Todos juntos han completado una compleja joya cinematográfica, una copia apócrifa que nos devuelve intacta la singularidad del maestro del melodrama Douglas Sirk.

   

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