Ficha técnica

 

 


La prueba

El cine como media aritmética

Por José Antonio Díaz

Que en Hollywood los actores con prestigio artístico no le hacen ascos a unos buenos (y fáciles) dólares es cosa bien sabida, siendo en los últimos años el ejemplo más lamentable el de Robert De Niro, la mayoría de cuyos últimos trabajos sólo pueden explicarse razonablemente por esa motivación. Aunque en dosis más moderadas, tampoco Al Pacino, actor de similares orígenes y trayectoria que el antiguo actor fetiche de Martín Scorsese, es inmune a la tentación de acumular montones de dinero fácil a costa de emborronar un poco su magnífica filmografía. Porque eso es lo que supone su participación en la mediocre La prueba, película que tiene la virtud de no engañar a nadie con una mínima experiencia como espectador de cine, toda vez que representa con una rara perfección el modelo perfecto de película estándar del cine de la industria: un aparatoso thriller de acción dirigido por un realizador al servicio de uno o varios productores de los grandes estudios, basado en una historia que podría haber escrito cualquiera de los autores de novelas de aeropuerto que tanto éxito tienen en el mercado editorial actual (Clancy, Grisham, etc.) y, por si todo lo anterior fuera poco, ambientada en los entresijos de la C.I.A.

Y la forma de mezclar todos esos elementos es el habitual guión tramposo en el que no se ponen todas las cartas encima de la mesa con la finalidad de conseguir los mayores golpes de efectos narrativos posibles, sobre todo en su desenlace, que se busca sorprendente a costa tanto del rigor de todo lo anterior como de la entidad del conjunto de la historia.

Descontadas sus indudables virtudes de producción, de las que se pueden encontrar y, por qué no, disfrutar detalles en casi cualquier secuencia, especialmente en una historia en la que la informática y los gadgets son elementos importantes en el desarrollo de la trama, lo peor de productos como La prueba no es, con todo, que se esconda infantilmente información al espectador durante la mayor parte de su metraje para estamparle en la cara finalmente el desenlace pretendidamente más sorprendente posible, sino más bien la tosquedad y aparatosidad de los hitos narrativos sobre los que avanza y se hace descansar la historia, que, de esta manera, como cualquier telefilme, no permiten la más mínima sugerencia o segunda lectura ni perfilar personajes dignos de tal nombre, lo que a este último respecto da lugar a diálogos pomposamente ingeniosos más que auténticamente inteligentes, es decir, muertos, vacíos, huecos, sin apenas ligazón real con quienes los recitan.

Así las cosas, el indudable talento que se le sabe y se le ve a Al Pacino, personaje desencadenante de la trama buscando el reclutamiento (The Recruit es el auténtico título) de agentes especiales para la C.I.A,. se mueve en el vacío de lo mecánico y, por tanto, más histriónico que en otras ocasiones en que tiene que chillar y gesticular aun más, ya que sus diálogos, no sustentados en nada, son tan brillantes como arbitrarios. Por su parte, Collin Farrell, el reclutado, con su careto bobalicón de eterno sorprendido, no da la talla intentando dar el tipo de talentoso candidato a ingresar en la élite de la Agencia de espionaje o, una vez dentro, de enfrentarse a los retos subsiguientes que ello le acarrea.

Como suele ser habitual en estas producciones, el trazo grueso aparentemente impactante es exageradamente acompañado por una omnipresente y estentórea banda sonora que subraya en exceso lo que ya de por sí resulta evidente.

 

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