Ficha técnica


 


Julien Donkey-Boy

Manual de uso para gente abollada

Por Javier Pulido Samper

Si se mezcla la esquizofrenia, -entendida como grupo de trastornos de curso crónico con deterioro cognitivo progresivo caracterizados por un deterioro significativo del funcionamiento con alteración del pensamiento, el afecto y la conducta- y el Dogma, o movimiento de supuesta regeneración del cine que se está llevando a cabo desde Dinamarca, el resultado es Julien Donkey-Boy, segunda película del díscolo Harmony Korine, y la primera que realiza con postulados dogma a instancias de papá Trier.

Con el imprescindible apoyo del director de Celebración, Thomas Vinterberg, la produccción juega no solo a estirar, destensar y subvertir el rigidísimo catálogo del movimiento danés, sino que va más allá, descomponiendo la imagen y renunciando a toda convención narrativa, para desconcertar al espectador mediante el uso y abuso de cámaras digitales. Adios a los planos secuencias, a los travellings, al plano y al contraplano y bienvenidos a un universo podrido en el que se alternan imágenes congeladas con cámaras escondidas en los cuerpos de los protagonistas.

¿Estamos hablando de una propuesta gratuita, la última tontería con etiqueta de qualité? En absoluto, lo que se muestra en Julien Donkey-Boy es el proceso de esquizofrenia del personaje central, Julien, y pareciera que es él mismo el que ha elegido la forma de rodar, que es la antítesis de lo cinematográfico, entendido en el sentido clásico del término. Es más, el desequilibrio se extiende a la manera de concebir las secuencias, que son meros retazos insertados uno tras otro sin aparente conexión entre ellos y con unas mínimas líneas de diálogo que, por si a alguien le quedaban dudas, no contribuyen precisamente a hacer más comprensible la película.

En consecuencia, la apuesta de Korine provoca rechazo y hasta repulsa, y en ningún momento concede un minuto de respiro, ni por la forma de (no) narrar, ni por el críptico contenido de las imágenes, en el que se debe escarbar hasta el detritus para componer el cuadro familiar de Julien, que supone una extensión de su propia enfermedad. Rodeando a Julien aparecen su hermana embarazada Pearl, su hermano Chris, atleta y emocionalmente inestable, o su padre, desquiciado y déspota. Y en esta tipología del desastre se puede establecer una línea de conexión con la celebrada opera prima del realizador, Gummo.

Sin embargo, si en su primera película Korine provocaba un distanciamiento cruel respecto a sus personajes, en esta nueva recreación por lo sórdido, una de las más áridas que uno haya visto en pantalla, hay una mirada piadosa sobre los personajes que solo pueden ser contemplados con ternura, puesto que la oportunidad de redención les queda muy lejos. Y a ello contribuye un espléndido ejercicio de improvisación actoral, desde la siempre correcta Chloé Sevigny hasta el despótico padre, al que da vida el genial director Werner Herzog (fiel defensor del dogma), homenajeado indirectamente con licencias a Aguirre, o la colera de Dios.

Y así, oscilando entre lo horrendo, lo patético y lo absurdo, el caos absoluto que supone Julien Donkey-Boy sirve a Korine para superar la primera película Dogma americana (al menos nominalmente) con nota. A partir de ahora, el pelotón de renovadores del cine vía bilis, como Haneke y Triers deberán esforzarse para superar este fresco tan demoledor y árido de la superficie menos amable de la psique. Aunque solo sea por su libertad formal absoluta, por atraverse a encrespar a propios y extraños con una propuesta tan arriesgada, Julien Donkey-Boy es, desde ya, un must.

   

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