Ficha técnica

 


La inglesa y el duque

Rohmer, pintor moral

Por Juan Antonio Bermúdez

La Revolución Francesa globalizó la libertad y la igualdad, las inauguró como se "descubre" un continente y las fijó como pilares de esa estructura polimorfa y quebradiza que ha sido (que es) la modernidad. Pero desde el principio se sacrificó la tercera punta del ideal revolucionario. La fraternidad no se asimiló ni se ha asimilado por ahora nunca como aspiración política. Apenas unos pocos pasos tecnológicos separan la guillotina de la silla eléctrica.

Eric Rohmer arriesga su popularidad para denunciarlo en su última película, La inglesa y el duque, en la que revisa el mítico episodio revolucionario desde un punto de vista incómodo: el de sus víctimas aristocráticas. Sale así el veterano realizador francés (81 años, más de treinta películas) del genial y genuino universo de sus citas con el París contemporáneo casi un cuarto de siglo después de su última recreación histórica, Perceval le Gallois (1978). Y lo hace para traducir casi literalmente al cine las memorias de Grace Elliot, dama de la alta sociedad escocesa que vivió en el París de los años más sangrientos del gobierno jacobino de Robespierre, convencida monárquica y al mismo tiempo amante del Duque de Orleáns, un intrigante político revolucionario.

Más allá de la polémica que haya podido suscitar Rohmer al cuestionar el triunfalismo popular con el que se ha evocado siempre este hito del nacionalismo francés (y de toda la tradición liberal posterior), La inglesa y el duque tiene sobre todo un excepcional interés en su forma. Para recrear el París de finales del XVIII, Rohmer ha desechado cualquier alarde de fidelidad restauradora. Encargó a un pintor una serie de paisajes y sobre ese fondo, en el que reconocemos desde luego la iconografía romántica de la época, ha insertado a los actores en un proceso equivalente al rodaje "en vacío", tan utilizado por el cine en los años 30 y 40 y muy mejorado ahora por las posibilidades del tratamiento digital de la imagen.

A través de ese pacto de ficción, viable gracias al negocio entre el artificio de la nueva y la vieja tecnología, entre lo que asumimos como real en la virtualidad digital y en la más básica rutina de las perspectivas pictóricas, Rohmer consigue elaborar una síntesis de artes sorprendente, inédita y muy valiosa como forma para contar lo que le interesa como le interesa, como fábula moral en la que lo de menos es la anécdota histórica, trascendida en su totalidad por un discurso de rotunda negación del horror como medio político, como medio que crece y se convierte en fin.

   

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