Ficha técnica

 

 


Felices dieciséis

Militancia vs. autocomplacencia

Por Juan Antonio Bermúdez

Ken Loach acierta casi siempre, pero sobre todo cuando evita la tentación del exotismo revolucionario (La canción de Carla, 1996; Pan y rosas, 2000) y bucea a pulmón abierto en la procelosa marginalidad de la próspera isla que le vio nacer, en los suburbios tiznados de esa Gran Bretaña soberbia y melancohólica. Sus detractores dirán que se repite, pero es tan rica su lección de anatomía sobre el cuerpo llagado de la sociedad contemporánea, tan certero su registro de las mínimas causas que pudren de raíz al ultraliberalismo, que no podrán acusarlo sin más de panfletario.

Felices dieciséis se fija, como anticipa con amarga ironía su título, en la frágil adolescencia de los chicos del extrarradio de las grandes ciudades, en una línea de interés que en el cine y en la literatura ya exploraron muchos otros, desde Pasolini y sus ragazzi di vita al Barrio de Fernando León.

Los ritos iniciáticos de la mala vida están tratados aquí con una depurada abstinencia de juicios fáciles (pero con el habitual riesgo ideológico de este director británico, que sabe opinar sólo con colocar la cámara) y con una elaborada candidez formal que sitúa al espectador frente al vértigo mismo de la inconsciencia con la que actúan los personajes, sin moralina, sin bálsamos, sin concesiones a los estómagos pachuchos.

Y fiel a su propia carrera y a la tradición de cierto realismo cinematográfico, Loach le debe gran parte de la fuerza verista que transmite su película al exhaustivo casting del que ha salido este nuevo héroe imberbe, este anónimo Martin Compston de gesto acerado y dulce que camina con audacia de maestro y desparpajo de colega sobre las espinas de sus "felices" dieciséis.

A fuerza de ser despiadado con los malos de la película, representados aquí con una relativa chatura que no se corresponde con la profunda mirada que Loach dedica a los personajes que salva, hay quién puede quejarse (y con razón) del maniqueísmo de este director. Pero es tan sutilmente rotunda la verdad que pronuncian las imágenes de Felices dieciséis que no queda sitio para la autocomplacencia propia de otros filmes "comprometidos". Ir a verla no nos hará mejores ni aliviará nuestra vista cansada de espectadores deslumbrados por la frivolidad. Ir a verla sólo es, sólo debe ser, para lo bueno y para lo malo, algo parecido a un ejercicio de militancia.

 

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