|  Por 
                David Montero
  En 
                los últimos años, con mejor o peor suerte, propuestas de corte 
                muy distinto han tratado de rehabilitar el maltrecho género musical. 
                Lars Von Trier y la islandesa Björk; Baz Luhrman y Nicole Kidman 
                en Moulin Rouge y hasta Emilio Martínez Lázaro con su "taquillazo" 
                El otro lado de la cama han demostrado que, con las debidas 
                precauciones, el espectador de hoy también está dispuesto a admitir 
                que los personajes canten y bailen sin motivo alguno, con el único 
                objetivo de representar sus emociones y conmover al público.Sin 
                embargo, el primero que se ha atrevido a saltar sin red, a la 
                antigua, ha sido el director de teatro Rob Marshall, que ha dejado 
                de lado cualquier tibieza para filmar Chicago, un clásico 
                de Broadway que Bob Fosse ya trató de adaptar antes de su muerte. 
                No es de extrañar: Chicago es un musical de los que no 
                aparecían por Hollywood desde los días de Cabaret.
 Pero, la primera norma de un musical clásico, la 
                menos asequible para las audiencias modernas, es que lo auténticamente 
                importante deben ser los números musicales, un total de quince 
                en Chicago, que convierten la película en un alarde de 
                talento e imaginación, una compleja coreografía cinematográfica 
                tan encantadora como superficial. Rob Marshall, debutante como 
                realizador de cine, ha puesto todo su talento como dramaturgo 
                frente a las cámaras, en el diseño y la resolución de los números 
                musicales. Tras ellas se limita a no entorpecer la filmación, 
                aunque cabe achacarle algunos abusos de planos desequilibrantes, 
                algo artificiales, que tratan de dar al filme una pátina de modernidad 
                que está completamente fuera de los planteamientos de la película. 
               Por otro lado, la intensidad y el ritmo del filme 
                es tal que resulta difícil destacar alguna de las magníficas actuaciones 
                musicales, pero quizás tres momentos sean los más deslumbrantes: 
                la llegada a la cárcel, cuando las reclusas cantan los motivos 
                que les han llevado a prisión; el número del maestro de marionetas 
                y, por último, un magnífico montaje paralelo en las escenas finales, 
                durante el juicio, en el que Gere se anima incluso a bailar claqué. 
                Entre 
                los actores destaca la "interpretación" de Catherine Zeta Jones, 
                rotunda y felina en todos sus números, que llega incluso a ensombrecer 
                el valorable trabajo de Renée Zellweger, la única del trío protagonista 
                sin experiencia musical. Mención aparte merecen Richard Gere, 
                el desalmado e indolente abogado, dispuesto a jugar con todos 
                o que proporciona los momentos más divertidos de la cinta ("Si 
                Jesucristo hubiese venido a mi despacho con 5.000 dólares por 
                delante, la historia sería muy distinta") y John C. Reilly, en 
                un papel muy similar al que representa en Las horas.
 En definitiva, Chicago supone una clara 
                apuesta por el cine de entretenimiento puro, imaginativo y con 
                sentido. Se trata de una cinta capaz de emocionar a través de 
                sencillos números visuales, sin las concesiones a los efectos 
                especiales que hoy son moneda común en este tipo de películas. 
                Pero, como cualquier musical convencional, Chicago también 
                está profundamente vacía: tras la música, la coreografía, 
                el neón, no hay absolutamente nada, ni una historia que 
                conmueva, ni personajes que nos importen, ni el más mínimo poso 
                de sentimiento que acompañe al espectador mientras baja las escaleras 
                enmoquetadas de la sala de cine, en dirección a la puerta de salida. 
                Quizás sólo las ganas de marcarse un ligero paso de claqué. Ciertamente 
                "así es Chicago".  |