| Por Juan 
                Antonio Bermúdez  Marcos ocupa el zócalo mediático 
                mundial y Alejandro González Iñárritu gana las salas de cine con 
                una película rabiosamente viva. Los dos le dan un manotazo a la 
                cámara para que de una buena vez enfoque lo siempre oculto, lo 
                marginado, lo olvidado. ¡Viva México! Y México vive.  Amores perros resume así 
                en tres historias anudadas accidentalmente el pulso bestial y 
                fascinante de la Ciudad de México, ese laboratorio millonario 
                en almas del cuarto mundo, esa perrera de hombres de todos los 
                pelajes y las razas a los que no les queda otro remedio que defenderse 
                a mordiscos.   Y 
                lo hace sin censurar dureza y sangre, pero también sin transigir 
                en ningún momento con el espectáculo gratuito del dolor, sin exhibir 
                ni regodearse; con el aliento sobrecogedor del mejor documental 
                poético, pero sin la obscena complacencia del show reality, 
                tan importado y tan de moda en las televisiones latinoamericanas. 
                Y es capaz de apuntar y luego apuntalar en un final memorable 
                un sutil discurso ético que metonímicamente pone al descubierto 
                la frágil razón cobarde de los que están detrás, de los que planifican 
                y ordenan la violencia desde la pulcra impunidad de sus despachos.
 Puede resultar tentador trazar 
                ciertos lazos de parentesco formal entre este primer filme de 
                González Iñárritu y la orgiástica revisión del thriller que practica 
                Quentin Tarantino. Algunas escenas de Amores perros apuntan (intencionadamente 
                o no) al brutal universo simbólico de películas como Reservoir 
                Dogs o Pulp Fiction. Pero lo que en Tarantino es aséptica 
                disección de un género y, a fin de cuentas, divertimento, aquí 
                es exploración antropológica, sin miedo a sacar conclusiones y 
                comprometer un juicio.  De los tres excelentes relatos 
                independientes que enlaza la película, el del medio (el que protagoniza 
                la española Goya Toledo) es quizá el que encaja con más dificultad 
                y el que se desarrolla con justificaciones más forzadas en el 
                complejo puzzle que plantea Amores perros, pero por encima 
                de algún equilibrio narrativo el episodio se sostiene y acaba 
                por revelar una aportación imprescindible al mensaje del conjunto: 
                la miseria no es patrimonio de una clase social determinada.  Es además en esos riesgos del 
                guión escrito por Guillermo Arriaga, (y que según parece tuvo 
                hasta 35 versiones antes de llegar a la definitiva) donde crece 
                el mérito de esta ópera prima y maestra de González Iñárritu. 
                Y así se le ha reconocido ya con más de cuarenta premios internacionales. 
                Pero, ¿cuántas nominaciones a los oscars hubiera obtenido Amores 
                perros de haberse rodado al otro lado de la frontera?  |