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               En un mundo como el del cine -como el del espectáculo, 
                en general, para ser más precisos-, donde la presión del mercado 
                y la necesidad de renovar los "productos" en las "estanterías" 
                con la mayor celeridad posible imponen precocidades más y más 
                aberrantes, resulta reconfortante comprobar cómo, de vez en cuando, 
                surgen fenómenos contracorriente, actores que alcanzan el triunfo 
                como decantación de una larga carrera, o el resultado lógico de 
                un camino amplio y fecundo de preparación y mejora progresivas. 
                Éste 
                parece ser el caso de Ricardo Darín, este argentino que, a sus 
                45 años, y después de una larga experiencia asentada en un buen 
                número de trabajos tanto cinematográficos como, muy especialmente, 
                televisivos y teatrales, obtiene ahora el reconocimiento unánime 
                de público y crítica al hilo de su trabajo continuado en una batería 
                de películas que han situado al cine argentino en el punto de 
                mira de la atención cinéfila de todo el mundo: desde las tremendamente 
                celebradas -con todo merecimiento- Nueve reinas o El 
                hijo de la novia, hasta la menos conocida La fuga (pese 
                a su presencia en la Sección Oficial del pasado año en San Sebastián 
                y su nada desdeñable nivel), Darín ha mostrado, con su presencia 
                protagónica en todas ellas, un nivel interpretativo muy alto, 
                acorde con el listón que los propios filmes marcaban y demostrativo 
                de una madurez que no se queda circunscrita a los números que 
                refleja su documento de identidad. 
              
 Esa madurez es la que le permite ofrecer un abanico 
                amplio de registros de carácter: poco que ver su Rafael Belvedere 
                de El hijo de la novia, ese hombre al borde de la cuarentena 
                perdido y desorientado en todos los frentes (el laboral, el familiar, 
                el afectivo ...), al que Darín confiere un tono en el que mezcla, 
                explosivamente, ternura, acidez y escepticismo (para desembocar 
                en el vivo exponente del prototipo de hombre de su tiempo), con 
                el "Pibe" Santaló, ese ganster lúcido y carente del mínimo escrúpulo 
                al que encarna en La fuga, o con el Marcos de Nueve 
                reinas, al que Santaló se acerca más por su circunstancia 
                (la de vivir al otro lado de la ley) que por su esencia (son idiosincrasias 
                muy diferentes). 
                En 
                cualquiera de esos registros, Darín se desenvuelve con soltura, 
                ofrece trabajos de una solvencia impecable, y, además, nos transmite, 
                siempre, un halo de simpatía, una suerte de guiño de complicidad 
                que nos hace sentirnos muy cercanos afectivamente al personaje 
                al que da vida: otro mérito que cabe apuntar en su haber, y del 
                que no todos los actores, más allá de sus atractivos físicos o 
                de otro tipo (y no da Darín, estrictamente, y pese a sus inicios 
                como galán televisivo, el perfil de lo que cabría considerar como 
                un "guapo" convencional), pueden presumir. 
              
 En estos momentos, Ricardo Darín vuelve a estar 
                de plena actualidad en nuestro país con la presencia en las pantallas 
                de otra película realizada a las órdenes de Juan José Campanella, 
                El mismo amor, la misma lluvia: filme que, pese a ser anterior 
                a El hijo de la novia (concretamente, de 1999), no ha llegado 
                hasta ahora a España, y lo hace, obviamente, al calor del éxito 
                de su predecesora en la cartelera (donde aún colea). Una nueva 
                (y magnífica) oportunidad que tendremos, por esos caprichos (a 
                veces, como en este caso, afortunados) a que las distribuidoras 
                cinematográficas tan acostumbrados nos tienen, de disfrutar del 
                trabajo de Ricardo Darín, un trabajo que, a buen seguro, se hará 
                ahora mucho más continuado y estable, dejando atrás baches como 
                el de la larga travesía del desierto vivida entre 1987 y 1998 
                (años en los que llegó a realizar un solo papel para el cine), 
                y que muy posiblemente termine desembocando en su participación 
                en producciones españolas, siguiendo los pasos de sus compatriotas 
                Leonardo Sbaraglia o Darío Gradinetti: algo de que sólo cabría 
                congratularse enormemente, en la medida en que un actor de talento 
                (y Ricardo Darín lo es) siempre enriquecerá -con su ductilidad, 
                con su simpatía, y con esa sonrisa que tantas veces ignoras si 
                es o no es- aquellos repartos en los que se integre. 
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